CULTURA PARA LA ESPERANZA número 32. Verano 1998

Resurrección de los Inocentes

    En estos momentos es difícil dilucidar quién resulta más tozudo: el estudio de Cáritas Nacional, confirmando 20 años seguidos la existencia de 8 millones de pobres; o la despreocupación de la sociedad, del estado y de las instituciones (incluidas, por supuesto, las empresariales y financieras), haciendo oídos sordos a semejantes denuncias; o la realidad misma de la pobreza, inalterada (y, por la trazas, inalterable) a lo largo de tantos años, mientras se pregona que España progresa y se enriquece.

     Se comprueba que la desaparición de la pobreza por desbordamiento e inundación sobre los pobres de la riqueza sobrante de los ricos y poderosos es un mito y una catástrofe.

     Pero este hecho ejemplar de nuestro país sólo es uno entre tantos, indicativo de lo que ocurre a escala mundial (o global, que debemos decir ahora).

     La imposibilidad de "encontrar" tierra para los campesinos del Brasil; la incapacidad para acabar la guerra de Sudán, por ejemplo, o para llevar un mínimo de paz a Palestina, o para implantar una, elemental al menos, justicia social en el sudeste de Asia; la ampliación del elenco de países con armamento atómico; la renuencia de las naciones poderosas a abordar los problemas ecológicos; la persistencia de la epidemia de sida y de regímenes dictatoriales en Africa, etc, etc, hablan "tozudamente" de la dificultad de implantar la justicia en la Tierra.

     Todo lo cual ha llevado a la desaparición de las grandes utopías, al surgimiento de focos de violencia, a la desesperanza de que alguna vez sea vivible en paz este planeta, a refugiarse en la "débil" acción del voluntariado y la beneficencia.

     Medido en muertos por guerras y hambres, este nuestro siglo XX que se nos escapa ha sido sin duda el más catastrófico para la humanidad, por más que los voceros del sistema único nos hablen triunfantes del progreso.

     Con todo, el efecto más devastador de la situación creada es la desarboladura de las conciencias, y ello en un doble sentido:

     * Para una gran parte de la población este desarme de las conciencias ha desembocado, mediante la convicción de total impotencia, en despreocupación individualista acomodada al sistema. ¡Sálvese el que pueda!... Pero sepan todos que nadie se salvará -están convencidos- si no se pliegan a los valores y comportamientos del triunfal neocapitalismo financiero de la fiera competitividad, del consumo desaforado y del enriquecimiento ad infinitum; aunque perezca el orbe (degradación ecológica) o abandonemos en los márgenes de la miseria a media humanidad.

     Por aquí se les ha hecho galopar a muchas naciones asiáticas con los resultado conocidos, y por aquí se quiere que caminen las de todos los continentes.

     Deprime, entre nosotros, el espectáculo de tantos jóvenes con su diploma bajo el brazo mendigando acomodo como sea para poder vivir, mientras renuncian a su capacidad de rebeldía y de coraje para construir un mundo limpio y humano; siempre con la cantinela en la boca de que otra alternativa no es posible. No digamos nada de la huída de la militancia de los adultos.

     * Otros muchos se acogen a la violencia desesperada en forma de guerrillas o de nacionalismos exacerbados. Piénsese en las diversas limpiezas étnicas a lo largo y ancho del mundo con los miles o millones de desterrados y transterrados, a veces en el interior de los propios países por reducción al silencio y al sometimiento, y en el sufrimiento, por ejemplo, de los campesinos de Perú o Colombia, simultaneamente acosados por la guerrilla, el ejército nacional o los correspondientes escuadrones de la muerte.

     En definitiva, pensamos que en el orden ético, social y político (no digamos en el económico) ha habido no progreso sino regreso, retroceso a formas de vida y comportamientos que tienen más que ver con la lucha por la supervivencia, capaz de eliminar al competidor si es preciso, que con la justicia. Esta necesariamente debe tener, como componente esencial y fundamento, la fraternidad y la igualdad, al menos como camino y tendencia; algo que no entra en las bases ideológicas y culturales del sistema.

     De ahí que nosotros hayamos propugnado siempre la necesidad de plantear la lucha por la justicia en el cambio de las estructuras sociales, políticas y económicas que vertebran el neocapitalismo en curso y en la sustitución de los valores culturales que lo justifican e intentan hacerlo bueno. Este es el planteamiento siempre presente en los editoriales y artículos de esta revista, y a su conjunto nos remitimos.

     Porque lo que hoy querríamos reforzar son las "razones para luchar" por la justicia; conscientes de que de poco sirve ser clarividentes en los fines a perseguir y en los medios a utilizar, si ante las dificultades del camino y la elevación de los fines nadie quiere ponerse en marcha, asustado por el esfuerzo que debe imponerse y los riesgos a que se expone.

     El problema de la motivación es esencial a la hora de construir la justicia. Y decimos motivaciones "eficaces", que impulsan de verdad a actuar, no meras ensoñaciones, vaporosos anhelos o idealismos sin concrección.

     Por eso hoy pretendemos responder, matizando cuanto seamos capaces, a la más común de las desmotivaciones; teniendo presente el normal sentir de las personas con las que tropezamos en la calle o en los lugares de trabajo, aunque como trasfondo tengamos también en cuenta a los "profesionales del pensamiento" que más han influido y están influyendo en el pensar de las gentes.

      La justicia no es posible, oimos por doquier. Y se razona con la historia y con la experiencia. La historia es un sucederse de grupos de poder luchando entre sí por la hegemonía y el dominio de bienes y personas. La historiografía moderna ha profundizado en conocimiento de los grupos y clases oprimidas en cada época y en cada sociedad, generalmente los trabajadores: sean esclavos, campesinos, obreros o ministriles de distintas profesiones. Si bien es verdad que la ciencia y la técnica han hecho más vivible la vida en determinados grupos y países, no lo es menos que en manos siempre de los poderosos ha sido instrumento de duro dominio sobre otros grupos y naciones.

     La experiencia les dice hoy a muchos que los luchadores por la justicia han sido o derrotados o marginados, y que las situaciones de guerra e injusticia se perpetúan o, a lo sumo, cambian de forma o lugar; y que los sistemas sociopolíticos puestos en pie para realizar la justicia a gran escala han sucumbido a los embates del neocapitalismo que parece ínsito en la propia naturaleza humana y cuyos valores (contravalores) de individualismo, acaparamiento y competitividad renacen tras cada recobeco de la historia.

    A todo lo cual nos atravemos, en síntesis, a responder:

     a) Que también el deseo eficaz de justicia y comunión entre los hombres coexiste en los individuos y en los grupos sociales en confrontación con la tendencia al individualismo y al afán de dominio, y que, siendo la persona y los grupos sociales campo de batalla y contendientes al mismo tiempo entre tendencias y deseos contrarios, corresponde a todos "utilizar" la razón y la libre voluntad para inclinar la balanza, tanto individual como colectivamente, a favor de la comunión entre los hombres (eso es radicalmente la justicia) y no de la lucha y el exterminio mútuo.

     Saber orientar la razón y la libertad hacia el bien común da la medida de la "calidad" de la persona y la distingue de los brutos instintivos.

     b) por otra parte, el que la lucha por la justicia haya tomado dimensiones globales lleva a que el dilema entre enfrentamiento o comunión entre los hombres no tenga escapatoria. De alguna manera podemos afirmar que ahora sí que la batalla es decisiva, y, por tanto, más necesario que nunca el esfuerzo y el entusiasmo.

    Hay, sin embargo, otra razón de mayor calado, de raíz antropológica y metafísica, que evidencia para muchos la imposibilidad de la justicia, y que en el ambiente cultural actual de negación de toda transcendencia e instalación definitiva en la inmanencia tiene una fuerza incontestable:

     Si no hay más vida que la que va del nacer al morir, y para esta vida no hay más horizonte que el mundano, la justicia no puede existir; pues son muchos los que han sucumbido VICTIMAS INOCENTES de la injusticia, y a los muertos no se les puede hacer justicia porque YA NO EXISTEN.

     A estas alturas no es necesrio probar que en todas las sociedades y en todas las épocas, y de manera más intensa en la nuestra, millones y millones de personas han muerto sin que se les hiciese justicia, es decir, víctimas de agresiones de dominio por guerras o explotación. Más aún -como arriba indicábamos- la injusticia (la represión) se ha ensañado con mayor acrimonia y crueldad con los que por rebeldía innata o por motivos de conciencia se han enfrentado con los injustos.

     El problema de la muerte de los inocentes es el nudo gordiano que hay que desatar si el concepto de justicia ha de tener algún sentido. Si no hay justicia para los muertos, no la hay para nadie; pues a quienes se les hace justicia mientras a los inocentes no, en realidad gozan de un privilegio. ¿Por qué a ellos sí y a otros no?. Por privilegio de poder, de saber, de clase a la que se pertenece... Privilegio es precisamente eso: aplicar la ley para uso privado de unos pocos, quedando los demás al margen, fuera.

     Después de la muerte ya no hay posibilidad de justicia. Ahora bien, por definición, las víctimas inocentes tampoco la tienen en vida. Luego la justicia simplemente no es posible en absoluto.

     La larga experiencia negativa de esta realidad está en la base del desesperanzado y desesperado pensamiento de muchos existencialismos y del llamado "pensamiento débil"; de la violencia ciega -sin luz- de muchos grupos en rebeldía ("destruyamos las vidas que estorban o nos estorban"); del intento de acomodo al sistema por parte de los débiles o de su desesperanza; del desarrollo de los medios de represión y adoctrinamiento del sistema por temor a que sea desenmascarar su evidente y radical injusticia, hasta el punto de intentar llevarnos a todos a la confusión que identifica la justicia con la legalidad existente al servicio de los fuertes (de cualquier tipo), que son quienes tales leyes hacen y defienden.

     Pues tampoco basta para hacer justicia a los inocentes que la historia reconozca "a posteriori" la verdad y la justicia de su causa cuando a ellos, ya muertos, no puede aprovecharles como personas. A no ser que admitamos que la persona humana, como defienden los fascismos, los totalitarismos y los nacionalismos excluyentes, pueda subordinarse, rebajando su entidad y dignida, a los objetivos del grupo, de la clase, del país o de la ideología dominante.

     En el mejor de los casos podría admitirse que el sacrificio de los inocentes contribuye al futuro progreso de la especie humana. Lo cual sería tolerable únicamente si el sacrificio fuese voluntaria y libremente asumido. Pero, en todo caso, el pago que la especie humana daría a los que la sirven es la muerte definitiva, igual que a quienes no la sirven.

     Y es que la persona humana -sin negar, antes bien afirmando, su esencial relación a los demás- tiene un plus de entidad, de ser, de dignidad intrasferible, de irrepetibilidad, que la coloca por encima de todo el orden institucional existente en cada momento histórico, solo justificable en la medida en que es soporte y ayuda para el desarrollo de la "personalidad" de cada individuo humano.

     Es paradigmático, en este sentido, la contundente reacción de Unamuno, radical defensor de la pervivencia del yo personal, contra el inmanentismo ateo del socialismo de su tiempo, aun a pesar de haberse afiliado a él en un primer momento.

     Tal vez si queremos salir del absurdo o del callejón sin salida en que introduce a la historia y a nuestra razón la muerte de los inocentes, sería bueno prestar atención al hecho religioso, porque quizá sea el misterio quien nos de luz frente al absurdo.

     En la religión de Israel (y nosotros somos tributarios de ella) es presisamente la meditación sobre la muerte del justo la que lleva al descubrimiento de la necesidad de su resurrección y, por tanto, de su pervivencia en la vida, aunque, lógicamente transformada y transmutada.

     Para los creyentes israelitas Dios es fundamentalmente el protector de los débiles y atropellados, el salvador de su pueblo. La bondad de Dios no es compatible con la muerte del justo. Por eso, como que por fidelidad a sí mismo, tiene que otorgarle vida eterna.

     Mas este hacer justicia, clara y rotunda, del justo exige, a su vez, la presencia resucitada de todos; no tanto para castigar (ya desde el principio aparece la ignorancia como atenuante de la culpa ante Dios misericordioso) cuanto para que por todos sea reconocida la verdad y la justicia de cada uno y de Dios.

     En esta concepción, ya del Antiguo Testamento, queda a salvo perfectamente la responsabilidad humana. Dios crea el mundo y a los hombres, y el mundo se lo entrega a éstos para que lo cuiden

y dominen, y les entrega su propia vida (la de cada uno) para que viva por sí ante sí, ante los otros y ante el mismo Dios, y, en cierta medida también les entrega la de los demás para que entren en comunión unos con otros. Dios queda de inspirador, de cuidador, de sanador y de salvador para que la justicia se abra camino y aboque finalmente a su consumación.

     El hombre no puede jugar a decirse responsable y, al mismo tiempo, lanzar contra Dios las consecuencias de su falta de responsabilidad cuando no la ejerce debidamente.

     La vida en este mundo es totalmente suya, de su incumbencia, desde las potencialidades y la luz que ha recibido de Dios. La resurrección no es, vista desde el lado de Dios, sino tomarse en serio lo que el hombre ha querido ser. Por eso, con verdadero sentido, podemos decir que la estancia del hombre en este mundo es definitiva; lo define para siempre. Y será definitiva por la actitud que tome frente al hermano.

     La encarnación de Dios en Jesucristo supone poner de manifiesto que Dios asume personalmente la vida de los hombres, que la vida humana tiene sentido en cuanto servicio, que Dios apuesta por los débiles y por eso su enviado, el Hijo, muere a manos de los poderosos, y que por su resurrección nada se pierde de cuanta bondad, verdad y belleza se ha creado en la tierra, pues todos los enemigos del hombre, el último la muerte, son definitivamente vencidos.

     Una concepción así de la vida está claro que no invita a la injusticia, sino a la sobrejusticia del amor y adquiere sentido pleno la muerte de los inocentes, del Inocente, que se convierte siempre en fuente de salvación.

     Ya sabemos que las verdades religiosas no son deducibles de fórmulas matemáticas ni de silogismos filsóficos. Pero el hombre es más que razón, es inteligencia y vida, y puede "entender" que las verdades religiosas las necesita "para la vida" y para que ésta tenga sentido pleno.

     Sabemos también que hay otras religiosidades distintas de la nuestra. Con lealtad hemos expuesto ésta, a la vez que invitamos a examinar otras desde este prisma: la suerte de los inocentes después de la muerte y lo que ésto implica para la vida presente.

     Contamos así mismo con la repetida acusación de que los cristianos no cumplimos lo que decimos creer. A lo cual puntualizamos:

 - El cristianismo está abierto para que quien quiera pueda vivirlo mejor que nosotros ahora. Intentese y tómese como modelo a los que sí lo han vivido, los santos.

 - Si después de 20 siglos la Iglesia y los cristianos seguimos afirmando una doctrina que cuestiona nuestras vidas, es porque la verdad y la vida ofrecida en Jesús de Nazaret está por encima de nosotros, sobrepasa nuestras debilidades sanándolas, perdonándolas y corrigiéndolas. Normalmente los grupos humanos, cuando tienen una doctrina que no viven, cambian la doctrina; la Iglesia en cambio no la cambia precisamente para ser juzgada por ella.

 - Dios en Cristo es salvador con su gracia de los débiles, no simple sancionador de la Engreída Perfección de los poderosos, los fuertes y los sabios.

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