CULTURA PARA LA ESPERANZA número 35. Primavera 1999

Sin suelo y sin techo (II).   La persona sagrada

Ni siquiera necesitamos recordar ni pronunciar su nombre; pero todos sabemos por los medios de comunicación cómo un ¿ciudadano? brasileño se ha hecho dueño de más de 70.000 km2 de La Amazonia, con las correspondientes tribus indígenas incluidas dentro. Una extensión aproximada a la de los tres países del Benelux.

   Ante la alarma social creada -a escala nacional y mundial- el gobierno del Brasil no se ha apresurado a desalojarle de allí inmediatamente, se ha puesto sólo a estudiar si tiene la adecuada base jurídica para tamaña posesión. Admite, por tanto, que en teoría puede haber un título de propiedad que legitime tal atropello.

   Por si alguien no había captado con suficiente profundidad lo que queríamos hacer comprender en el editorial anterior cuando afirmábamos que la actual estructuración de la propiedad de bienes dejaba a muchos -a casi todos - sin suelo en que apoyarse para ejercer los tan proclamados Derechos Humanos, comenzando por el de la vida, este hecho lo deja meridianamente claro. A muchos indígenas, y a toda la humanidad este personaje nos deja sin el suelo de La Amazonia, que unos necesitan para sustentarse, y todos para respirar.

    Pero hoy nos toca hablar del techo que cubre y protege de la intemperie Los Dere-chos Humanos, es decir, de las agresiones externas; techo, pues, que los hace inalienables e Inalienables significa que no pueden traspasarse a otros; que para cada persona se convierten en un deber. Al derecho a la vida, por ejemplo, corresponde el deber de vivirla con dignidad, por sí mismo y no al dictado ajeno. En este sentido de derecho-deber nadie puede renunciar a ninguno de ellos, pues el cumplimiento del propio deber no podemos encomendárselo a otro.

    Inviolables quiere decir que los demás no pueden impedir su normal ejercicio, porque nadie puede disponer de nadie.
   
Inalienables e inviolables, en todo momento y circunstancias. No vale unas veces sí y otras no. Nunca ante la conciencia puede justificarse su renuncia o su violación. Si se admiten excepciones, se destruye ya su intangibilidad, pues determinadas circunstancias y situaciones o simples hechos consumados estarían por encima de ellos y, por lo mismo, de la persona.

    Entiéndasenos bien. No decimos que no se atropellen en muchas circunstancias Los Derechos Humanos. Eso es algo que se toca con las manos. Ahora simplemente afirmamos que en conciencia nunca puede justificarse su atropello; entendiendo por conciencia la normal capacidad de la persona para percibir el bien y el mal, lo justo e injusto. La conculcación de Los Derechos Humanos no puede percibirse en ningún caso como buena y justa. Es siempre un mal, aunque sea, a veces, un mal menor, cuando uno no está en condiciones de impedir que otros los conculquen.

    Inalienables e inviolables, por tanto. Pero ¿por qué?  Por la peculiaridad y singularidad de todas y cada una de las personas; por encima de su individualidad como miembros de la especie humana. 

    La sola pertenencia a la especie humana no puede fundamentar la intangibilidad de los individuos, sino al revés. En la humanidad no son respetables los individuos por pertenecer a la especie, sino que, más bien, la calidad de sus miembros es la que reviste a ésta de respetabilidad y dignidad. No es la humanidad en abstracto, sino las personas que la componen las poseedoras y portadoras de dignidad. Si fuéramos sólo individuos de una especie animal, por muy evolucionada que ésta fuese, seríamos perfectamente suprimibles sin que la especie sufriera detrimento alguno.

    Porque estimamos nosotros que, si se pone en peligro la intangibilidad de una sola persona, se pone en peligro la especie entera, al menos, a largo plazo. Expliquémonos:

    Hay que reconocer -como recalcan algunos y parece que la historia les ha dado la razón- que en el transcurso de los tiempos muchos individuos de la especie humana han sido destruidos sin que ésta, hasta ahora, haya peligrado; y ahí está  para demostrarlo la interminable serie de guerras, invasiones, genocidios, crímenes, etc... con miles y miles de humanos eliminados físicamente, amén de los atropellados, exclavizados, explotados, sometidos, etc...

    Pero -argüimos nosotros- en este tiempo nuestro resulta evidente que ahora sí está  amenazada la pervivencia de la especie como consecuencia de los medios de destrucción masiva hoy existentes en el mundo.

    Es verdad que la supresión violenta de los individuos no ha sido nunca pasivamente aceptada, sino siempre rechazada. Algunos, de conciencia más lúcida, la denuncian como perversa, aceptan martirialmente la ajena, alientan las raíces de la comunión entre los hombres y plasman ésta en instituciones de paz y convivencia.

    Pero, la más de las veces, el rechazo también violento de la violencia ajena ha llevado a los más diversos enfrentamientos entre individuos, grupos, clases y naciones en círculos cada vez más amplios, hasta implicar hoy a la humanidad entera.

    En el mundo actual, en que, de alguna manera, todas las personas estamos relacionadas, parece evidente que, si no se encuentra una adecuada ordenación social universal, donde se respete efectivamente a todas y cada una de las personas en sus inalienables e inviolables derechos, a ningún imperialismo militar, económico o político le va a ser posible imponer un dominio universal sin provocar cada vez mayores catástrofes humanas.

    Sólo una lúcida, militante y martirial conciencia ciudadana puede enfrentarse a este reto: hacer de la persona humana el primero, prioritario, primordial y supremo valor, por encima de vanas abstracciones de especie, clase, patria o cualquier otro mito en alza.
 Y no hay excepciones, decíamos. Porque se comienza rechazando la intangibilidad de algunas personas -el distinto, el forastero, el enemigo, el débil...- a las que se suprime, margina o explota y se acaba -como sucede ante nuestros ojos- dispuestos a destruir o, al menos, a poner en grave riesgo a todas las vidas humanas. O se defienden los derechos de todos sin excluir a nadie, o llega un momento en que ya no es posible defender los de nadie. O lo que es lo mismo: no es viable la especie humana a largo plazo sin el previo respeto efectivo de todos sus miembros.

    Volvamos, pues, de nuevo a la peculiaridad y a la singularidad de todas y cada una de las personas, que fundamenta, decíamos, la inalienabilidad e inviolabilidad de Los Derechos humanos.

    Lo específico de la persona humana -convienen todos- es el hecho de estar dotada de razón (inteligencia, diríamos mejor) y libertad con las que se construye a sí misma en medio de y en diálogo con toda la realidad circundante, que le proporciona apoyo, unas veces; estímulo, otras; peligros, con frecuencia, e interrogantes, siempre. 

   No se niegan -es lógico- otras realidades del hombre. Se afirma solo que la razón y la libertad son su distintivo, lo que da sentido a toda la realidad humana. La vida humana se hace a la luz de la razón y con las decisiones libres de la voluntad. Todos los demás y todo lo demás puede y debe ayudar a que la luz de la razón se acreciente y la libertad se fortalezca, pero nadie puede reemplazar las de cada uno.

    Esta unicidad de la persona, hecha sobre decisiones responsables, y a la que está destinada desde que se constituye como ente humano en el vientre materno, esta irrepetibilidad de cada uno, precisamente porque no es en modo alguno intercambiable, tampoco puede ser suprimible. Y como quiera que todos los derechos humanos concretos están orientados a la construcción de esa unicidad personal, ninguno de ellos puede tampoco ser suprimible; en los adultos porque ya pueden y deben ejercer su razón y su libertad, y en los que aún no lo son, porque están destinados a ello.

    Suprimir a una persona -si es que en la profunda radicalidad de su ser es posible- es eliminar un ser único e insustituible, y dejar, por tanto, empobrecido el Universo.
 Por otra parte, esta singular unicidad del ser humano fundamenta la comunión y la sociabilidad de las personas; porque nadie ejercita su razón y libertad en solitario sino frente a los demás; entendiendo éste frente a no como contra los otros, sino como en presencia de, es decir, teniéndolos presentes. Porque la inteligencia es luz, pero luz compartida que en todos habita, y la libertad es respuesta a armonizar y conjuntar con las respuestas de los otros en una común orientación hacia lo que se percibe como bien y como bueno.

     De la esencia, así, de la persona es el diálogo y la cooperación, nunca la incomunicación y el enfrentamiento. Si éstos se dan, el ser humano está enfermo y urge curarlo; porque no está  hecho para eso, sino para ver, aceptar, contemplar, admirar y amar a los otros y, por lo mismo, servirlos entrando en comunión con ellos.

    Pero querríamos, si nos es posible, evidenciar más aún la intangibilidad de la persona, por la sacralidad de que goza.
  
 Sacro es primordialmente el espacio al que nadie puede acercarse, que nadie puede hollar porque en él habita la divinidad, que está más allá de nuestro alcance y de quien no podemos apropiarnos ni instrumentalizarla. Más bien, al contrario, a quien debe respetarse y ante quien debemos postrarnos.

    Creemos que este concepto de sacralidad es aplicable al hombre.  Al ser humano es difícil no concebirlo como algo numínico, mistérico, divino, precisamente porque por su peculiar unicidad rehuye todo encasillamiento reducionista. Ni siquiera al espacio-tiempo podemos reducirlo, pues, por ejemplo, una decisión libre en realidad rompe esos conceptos.

    Más bien parece, por tanto, que el hombre escapa hacia arriba, que se trasciende a sí mismo, y que tal cosa desea en lo más profundo de sus pulsiones y deseos. Quiere, de alguna manera, aureolarse de pervivencia eterna. No se resigna a la muerte.

    El mismo Ernst Bloch -uno de los más profundos pensadores marxistas de nuestro tiempo- en su libro El Principio Esperanza afirma: "El núcleo de (nuestro) existir no es apartado por la muerte y, cuando al fin sea logro y realidad, mostrará su extraterritorialidad frente a la muerte. Siempre que nuestro existir (el existir de nuestra vida sucesiva y mortal) se acerca a su núcleo, comienza una duración que contiene novum (novedad) sin caducidad."
 
   Una esperanza así, que se asienta en la estructura misma del ser de la persona humana no puede fallar en su objeto: transcenderse en una nueva vida perpetua. Ernst Bloch no aborda el cómo porque la novitas, en cuanto tal novedad, lo veda; pero sí afirma el qué: la perpetua novitas.
    
    De una manera o de otra, quienes han pensado en la persona con seriedad y profundidad descubren en ella un núcleo irreductible e inclasificable; pero de mayor calidad y valor que el resto de la realidad, y, por ello, no subordinable a nada. Esta es la sacralidad de la persona. Ante ella todo debe ceder, no se la puede hollar. Ni siquiera con la mente puede ser abarcada; sólo con el amor y el respeto.
 
   Y como todas tienen la misma sacralidad, la misma dignidad, únicamente la convivencia en el diálogo amoroso -volvemos a insistir- que lleva a la libre comunión, es la que corresponde a las exigencias más profundas del ser de la persona.

     En el cristianismo -y, de alguna forma en las demás religiones, al menos las monoteístas- el hombre es sagrado por su relación esencial a Dios como su principio y destino. El hombre es vocado y convocado a la vida por Dios y el decurso de la misma es el cumplimiento de la llamada y misión por El a él encomendada.

    Dios, así, es garante del hombre frente al hombre y, simultáneamente, de la comunión del hombre con el hombre. La persona es sagrada, en definitiva, porque está  en comunión con Dios que plenifica su ser humano y donde la fraternidad entre los hombres adquiere auténtico y real significado.

    De todas formas, en estos tiempos de ataque generalizado a la persona y sus derechos, o se afianza en sólidas razones y convicciones la sacralidad de la misma o no hay manera de protegerla adecuadamente. No pretendemos -como puede comprobarse- defender un único punto de vista como exclusivo y excluyente. Pero sí estamos convencidos de que aquí no valen prejuicios ni superficialidades. Porque se trata de elaborar un buen fundamento teórico (y cada uno debe tener el suyo) que dé respuesta a todos los hombres y, de modo especial, a los débiles y excluidos.

    Cuando Pilatos saca ante el pueblo a un Cristo abofeteado, azotado, acribillado de espinas, vilipendiado y pronuncia las palabras ecce homo (aquí está el hombre), está  proclamando, tal vez, la verdad más fundamental del hombre: 
 
   Los excluidos, los perseguidos, los humillados, los explotados, los condenados, los desterrados, los calumniados, los ninguneados SON HOMBRES, tienen dignidad, son sagrados, destinados a resurgir y resucitar. Y hasta tal punto poseen dignidad que sólo un Dios puede representarles en su sufrimiento. Para El éstos son más hombres que los ricos, los sabios y los poderosos, que sólo pueden llegar a personas si se ponen a su servicio hasta realizar la fraterna igualdad.

    Y es de cara a los débiles como hay que construir, por tanto, la teoría y la praxis de Los Derechos Humanos y de todo el entramado social correspondiente. Si la sociedad no está orientada a favor de los débiles, hablar de sacralidad de la persona, de su dignidad y de sus derechos no pasa de palabrería hipócrita. 

    No podemos terminar este editorial sin mencionar que se escribe mientras las bombas de la OTAN caen sobre Servia y Milosevic persigue a muerte al pueblo kosovar.
 Poco tenemos que decir y mucho que llorar. Nadie tiene razón en una guerra, y todos, de un modo u otro, tenemos manchadas nuestras manos porque aún no hemos sido capaces de construir una cultura de la justicia, del respeto, del amor, de la paz. Aún no nos vemos efectivamente como hermanos. Aún no hemos comprendido que, antes de diferenciarnos por la cultura, la lengua, la nación, los avatares históricos, comulgamos en la común dignidad de personas. Antes somos hombres que españoles, servios o americanos, y a veces, para ser hombres habrá que renunciar a ser españoles, servios o americanos.
 Las soluciones a corto plazo son siempre (aunque con frecuencia imprescindibles) totalmente insuficientes.
 
   La paz no es la fuente de la justicia sino al revés: la paz es fruto de la justicia. Sin justicia no hay paz sino violencia más o menos brutal, sea de grupos, de naciones o de imperios.

    El orden que no elimina las injusticias es siempre inestable. Cada vez necesita más fuerza y violencia para perpetuarse. Por ello nunca la violencia, con la intensidad que sea y por parte de quien sea, es un medio compatible con la justicia y la dignidad humana.

    Una vez más apelamos a la creación de una nueva cultura que nazca de mentes claras y voluntades honradas. "Puesto que las guerras nacen en las mentes de los hombres, es en las mentes de los hombres donde deben erigirse los baluartes de la paz" (primer párrafo de La Constitución de la UNESCO).

    De nuevo clamamos (véase el editorial del nº 33 de esta revista) por una ordenación jurídica de los pueblos no basada en el voto y veto de los poderosos (que, por definición, por ser fuertes, no saben otra cosa que oprimir ), sino en la libre participación en pie de igualdad de todos en el estudio y resolución de los problemas que a todos afectan.

    Mientras tanto, esperando contra toda esperanza, de rodillas ante el sufrimiento de los hermanos de todos los continentes, pedimos y ofrecemos un mayor esfuerzo en la lucha por la justicia. 

    A pesar de todo, y aun sintiendonos fratricidas, nos reconocemos hermanos. Por eso, sufrimos, oramos, trabajamos.

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