CULTURA PARA LA ESPERANZA número 40. Verano 2000.

Verdad y Violencia


 

Una de las mayores contradicciones de nuestra sociedad y de nuestra cultura es que, mientras se practica la violencia generalizada sobre personas y pueblos, a todos se nos llena la boca hablando de paz, de derechos humanos y de desarrollo de los pueblos.

En efecto, no hace falta recordar todas y cada unas de las actuales contiendas y guerras, civiles y entre estados –muchas ya endémicas- para reconocer que vivimos en un mundo en estado de guerra. Son millones los hombres –y los niños- en armas, y son infinitos los recursos consumidos en armamentos y en investigación bélica. Recordemos, simplemente, como ápice y culmen de esta demente situación, la resurrección, por más que se diga reducida, en Estados Unidos de la así llamada Guerra de las Galaxias, buscando un hipotético paraguas contra hipotéticos ataques nucleares de hipotéticos enemigos.

Mas, por debajo de esta violencia bélica, está la violencia económica. Mientras no se camine –a escala de pueblos, naciones y comunidad internacional- hacia una equilibradora equidad en el reparto y disfrute de los recursos naturales y humanos, los pobres, los excluidos sentirán –y con toda razón- su situación como una violencia depredadora que se les hace en sus más elementales necesidades. Ahora bien, lanzar a los individuos y a los pueblos, como exige el actual pensamiento imperante, a una competencia (eufemismo para hablar de lucha) de todos contra todos por enriquecerse es camino seguro para que el criminal desequilibrio continúe. Por ceñirnos, por vía de ejemplo, a nuestro país, según el informe de este año del PNUD (Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo), España, en un año, pasa de ser el país más igualitario de la Unión Europea a ocupar el octavo puesto. En 1998 el 20% más pobre de la población ¿disfrutaba? del 7,1% del PIB, y el 20% más rico, del 31,4% de dicho PIB. En 1999, sin embargo, el 20% más pobre poseía el 7,5% frente al 40,3% que pasó a poseer el 20% más rico. Puede verse así con claridad la hipocresía del cacareado carácter redistributivo del sistema vigente que tanto enfatizan sus defensores.

La violencia política, a su vez, sostiene, apoya y alimenta las violencias económicas y militares, y en ellas, a su vez, se sostiene, se apoya y se alimenta. Violencia política que dentro de los estados practican los grupos de presión y en el concierto-desconcierto internacional los países poderosos económica y militarmente. En ambos casos se impone la voluntad del poderoso en la defensa de sus intereses, violentando las más legítimas necesidades de los débiles. ¿Por qué, por ejemplo, se mantiene el veto de los grandes en el Consejo de Seguridad de la ONU? ¿Por qué se sigue bombardeando Irak y se mantiene el bloqueo de Cuba, mientras se hace la vista gorda con China a quien se la abre entusiásticamente las puertas de la OMC o se toleran dictadores como Obiam Mguema? Para nadie es un secreto la voluntad de EE.UU. de ser la nación hegemónica en el mundo. Por ello, como recordábamos en el editorial del número anterior de esta revista, considera como atentatorias a su seguridad nacional las críticas –no digamos la oposición- a la globalización económica y política.

Naturalmente, una situación social tal, con tantísima carga de violencia de todo tipo, es rechazable y, de hecho, siempre se ha proclamado por parte de todos –aun de los más violentos- que se quería y se quiere una sociedad que viva en justicia y verdad, es decir, en paz, sin violencia.

El problema está en que a lo largo de la historia se ha recurrido casi siempre a la violencia para establecer –o más bien imponer- la sociedad justa, tal como la entendían los que podían establecerla, o sea, los que tenían poder para ello; reprimiendo como injustos, peligrosos y agresivos a quienes, no encontrando tan justa la sociedad establecida, se oponían al status quo o querían cambiarlo.

Y a su vez las víctimas del sistema establecido buscaron, por todos los medios a su alcance, adquirir poder suficiente para imponer, por la fuerza también, el modelo de sociedad que ellos entendían como justa.

Por eso, toda estructuración social, en todos los tiempos, ha necesitado su brazo armado para defenderse y perpetuarse.

No condenamos nosotros moralmente la existencia de los ejércitos y de la violencia a través de los tiempos, dada la evolución de la conciencia humana, que normalmente encuentra la verdad sólo cuando toca las perniciosas consecuencias de lo que dogmáticamente creía verdadero, y dado que tal conciencia humana no ha podido ser, en la práctica, universal hasta nuestros días, es decir, no ha podido abarcar a todos los hombres y a todos los pueblos como formando una unidad interrelacionada. Tampoco menospreciamos los frutos que las diversas culturas han recolectado en las ciencias, las artes y el pensamiento; ni el progreso que supone codificar las normas de conducta para saber a qué atenerse en las relaciones mutuas. Ni defendemos, sin más, como mejores las épocas históricas anteriores que han engendrado la nuestra.

Lo que afirmamos es que, cuando el soporte, el último cimiento de la construcción social incluye la violencia y la coacción, el desarrollo de la ciencia y del conocimiento necesita y exige mayor grado de violencia por parte de los usufructuarios de tal ciencia y de tal conocimiento, para conservarlos frente a los excluidos de tales beneficios. Y que la paz que en el fondo se busca es la desaparición, por un medio u otro de los excluidos. Y que ésta es la situación actual, dada la abismal separación entre poderosos y marginados que hoy existe, y que apuntalan los ejércitos de todas las naciones.

Dando por supuesto, pues, -de probarlo (si es que necesita probarse) se ocupa nuestra revista y nuestro movimiento en línea con otras miles de asociaciones y millones de personas de todo el mundo- que la estructura social es injusta, es evidente que los poderosos necesitan la violencia, desde la física hasta la psicológica, para mantener sus privilegios.

Pero nosotros, precisamente porque queremos en serio la implantación de la justicia, preguntamos y nos preguntamos ¿necesitan verdaderamente las víctimas del sistema la violencia para realizar la justicia desde la verdad? ¿No se vuelven la verdad mentira y la justicia injusticia cuando buscan y utilizan la violencia como método, apoyo o instrumento? Y si no se utiliza la violencia ¿qué otro camino puede seguirse que sea eficaz en la justa ordenación de la sociedad?.

Partimos del convencimiento de que a estas alturas –y con la experiencia de la historia por delante- está claro para toda mente lúcida que la violencia es un círculo vicioso en espiral, progresivamente cada vez más destructivo, es decir, con cada vez más víctimas.

Se impone, pues, la no-violencia. Sin ánimo de exhaustividad enumeramos algunos de los hitos de este camino que consideramos relevantes.

1º. Un examen y análisis serio de hasta qué punto nosotros y las asociaciones de todo tipo a que pertenecemos o en las que estamos insertos participan por sus criterios, actitudes y acciones en el vigente entramado social injusto.

Rechazo, pues, del purismo propio y compromiso constatable y revisable para ir saliendo, en unión con otros, del dominio de la injusticia y la violencia. Por respeto a las víctimas, aquí no vale el "más eres tu", sino el "yo también". Esta actitud no merma el coraje, sino que limpia los ojos y el corazón a la vez que da sinceridad al empeño en la lucha.

2º. Iluminar, con perseverancia y paciencia y con todos los medios a nuestro alcance, la conciencia de los poderosos, de los injustos y de los violentos. Hacer de espejo que les devuelva su imagen. Ponerles ante los ojos una y otra vez las víctimas que produce su comportamiento, Desvelar los recovecos de todo tipo –personales, ambientales e institucionales- por donde discurre en concreto la injusticia. Cuantificar y evaluar los daños, demostrar la "inhumanidad" (negación del hombre), de la sociedad que han construido, su irracionalidad e injustificación. Ganar la batalla de la razón y de la conciencia ante la pública opinión: que la avaricia, la prepotencia, la ambición nunca más aparezcan con la vitola de la razón y de la ética.

3º. Desobediencia activa –hasta el máximo de lo posible- de sus órdenes y de su ordenamiento. Desobedecer sus leyes y ... atenerse a las consecuencias. No somos tan idealistas como para no saber que los poderosos van a responder a nuestra desobediencia con la violencia, especialmente con la institucionalizada. Se trata de resistir tal violencia y de organizarse para que esta resistencia pueda ser posible.

4º. No aceptar en la práctica de nuestra vida los criterios y valores del sistema: su individualismo, su agresividad, su hedonismo; sustituyéndolos por la solidaridad, la aceptación comprensiva del otro, la austeridad. Poner estos valores como base de una nueva civilización: la de la fraternidad. Crear espacios alternativos donde puedan vivirse esos valores que nos acerquen a la verdad y a la justicia.

5º. Aprovechar, con realismo, los resquicios legales del sistema y sus medios científico-técnicos que puedan servir para el avance de la justicia y la igualdad.

El camino no es fácil. Nunca estará del todo andado, pero nos acercará a la meta en vez de alejarnos como los recorridos hasta ahora.

En definitiva, pretendemos que la justicia se realice desde la verdad. Y la verdad básica y fundamental de toda construcción social es la igual, inviolable e imprescriptible dignidad de toda persona humana, sea amiga o enemiga, justa o injusta. A la persona humana podemos y debemos ponerla en condiciones de que no se comporte injustamente, pero no podemos violentarla en su conciencia ni destruirla. Si alguna violencia es legítima en la construcción de la paz y la verdad, es la que se sufre, no la que se infiere. Por la verdad debe el hombre morir, nunca matar. Por eso la lucha por la justicia pide a gritos la perpetuidad de toda vida, y por eso nunca muere la esperanza entre los hombres.

Hemos escrito cuanto antecede pensando en todos aquellos que recurren a la violencia –dicen- para defender la verdad y en los que distinguen entre una violencia justa –desde su punto de vista la que ejercen ellos y sus correligionarios- y un violencia injusta –la que ejercen los otros, con los que no comulgamos-.

Es más, nos atrevemos a decir que toda verdad defendida con violencia se convierte automáticamente en una gran mentira, porque atenta contra otra verdad más profunda. Así, imponer la idea de Dios por la fuerza niega la realidad de Dios, que es libertad y amor. Así, defender una nación matando o permitiendo matar a uno o a muchos de sus miembros, convierte en falsa y perversa semejante nación que tal necesidad tiene.

Estamos hechos para entendernos. Dialoguemos desde la verdad, aguantemos con valentía y en vigilia la violencia y obtendremos la paz.

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