CULTURA PARA LA ESPERANZA número 42. Invierno 2001.

La Invisibilidad. Totalitarismo y Ecología en el Siglo XX

El viejo topo

Noviembre 2000

José Albelda

 

Algunos de los principales agentes que amenazan el medio ambiente y nuestra salud tienen una importante característica en común: resultan impercéptibles para nuestros sentidos. Un mismo manto de invisibilidad arropa a la ingeniería genética y a la contaminación química, radiactiva o electromagnética. El ecologismo que combatía mediáticamente lo evidente con las imágenes catastróficas de sus efectos, debe ahora enfrentarse al reto de simbolizar lo invisible.

A los conocidos retos con los que se enfrenta el ecologismo en los inicios del nuevo milenio, se le añade uno de especial relevancia: la total invisibilidad de muchos procesos que afectan al medioambiente y a la salud de las personas. Tal cosa, más que una característica a sumar, se va convirtiendo en una condiciónque define la personalidad de las nuevas formas de contaminación o, másen general, de agresión ecológica. Para comprenderhasta qué punto nos afecta este cambio de perspectiva, hemos de considerar que el ecologismo ha utilizado conscientemente, en las últimas décadas, el altogrado de espectacularidad física de las agresionesy de las catástrofes ambientales para generar una corriente de opinión pública de condena generalizada. Revisando algunos ejemplos más que conocidos, resulta evidente que las primeras victorias contra la esquilmadora pesca de ballenas tuvieron mucho que ver con las escenificación épica de su defensa, con los colosales animales desventrados asomándose a nuestras pantallas de televisión, inundando con

su sangre la cubierta de los buques factoría, mientras las lanchas ecologistas seguían interponiéndose entre los arponeros y las ballenas todavía vivas. Y ni qué decir tiene que la lucha contra los incendios se ha apoyado siempre en la mostración de los parajes desolados, calcinados, que a nadie pdía dejar indiferente. Los desastres ambientales que producen una degradación evidente de los ecosistmasresultanculturalmente comprensibles, sinningún margen de ambigüedad. Es más, desde que el ecologism, por razones de eficacia, ha comenzado a utilizar los media como principalinstrumento para crear opinión, el carácter espectacular tanto de las acciones comode las agresiones ha sido esencia para ganarcampañas; y, si bien las catástrofesresultabanterribles y condenables, era precisamente su concrección física, fácilmente adscribible a una estética actualizada de lo sublimeromántico, lo que permitía hacer reaccionar, desde el horror, a la población en general.

Sin embargo, en los últimos años hemos asistido a un giro sustancial en la manera, digámoslo así, de agredir los humanos al medio ambiente. Por supuesto que se mantienen los incendios devastadores, las mareas negras periódicas, y la creciente esquilmación de especies, pero a todo ello se le suma un amplio espectro de actuaciones que no pueden percibirse directamente con nuestros sentidos, y cuya relación causal ni es tan evidente ni se concreta necesariamente en un mismo espacio-tiempo. Nos referimos principalmente a la ingeniería genética, a la contaminación radiactiva, electromagnética y química. Arropadas bajo el manto de una misma invisibilidad general, no se contentan con la ocultación a la vista sino que escapan a todos nuestros sentidos, planteando problemas radicalmente distintos que reclaman nuevas estrategias de respuesta. Podemos citar ya, por desgracia, numerosos ejemplos que demuestran cómo nos afecta dicha invisibilidad. Tras la experiencia del desastre de Chernóbil (1) pudimos comprobar que la radiactividad imperceptible no sólo permitió que se contaminara mucha más gente, al no ser conscientes de los efectos letales de la radiación que estaban recibiendo, sino que fue fácil en un principio ocultar datos en lo relativo al número de afectados y al alcance real del desastre. Los tumores y las malformaciones genéticas irían sucediéndose tras el accidente a lo largo de muchos años, y el impacto económico consecuencia del abandono de las tierras contaminadas por la nube radiactiva nunca se podrá medir con exactitud.

En lo que se refiere a la contaminación química, el panorama no resulta más alentador. Hemos tenido que esperar muchos años para poder comprender en su justa magnitud el desastre que supusieron para la vida compuestos como el DDT que inicialmente se consideraba inofensivo. Desde entonces, lejos de aprender de esa lección, se han liberado a la biosfera más de cien mil nuevos compuestos quimicos cuya inocuidad las más de las veces no ha sido totalmente comprobada, y menos en lo que respecta a las recombinaciones que aleatoriamente se van creando entre ellos. La expansión por todo el planeta de sustancias químicas bioacumulativas y persistentes de comprobados efectos negativos sobre la salud como los disruptores endocrinos, se encuentra en la actualidad totalmente fuera de control. Las ingerimos con la comida, a través del aire que respiramos o el agua que bebemos. El indiscutible aumento de algunos tipos de cáncer y de malformaciones genéticas o la disminución de la fertilidad en muchas especies, incluida la nuestra, todo ello tiene en gran parte que ver -es indudable- con esta amplia gama de nuevos compuestos. Pero la relación causal entre el producto y su efecto perjudicial es mucho más difícil de probar que tras un accidente localizado como el de Seveso. Y su espectacularidad, diseminados como quedan los efectos en el tiempo y en el espacio, es prácticamente nula. Sin embargo, las consecuencias negativas que están causando estas nuevas formas de contaminación, son mucho mayores que aquéllas derivadas de sucesos con una expresión física reconocible inicialmente y una manifestación generalmente catastrófica.

La idea de lo invisible, entendido aquí como todo aquello que no permite un reconocimiento directo, se expresa en varios niveles. El primero, el perceptivo: los efectos no se ven, no se notan. Un tomate transgénico tiene un aspecto similar a uno que no lo es. Una leche contaminada por dioxinas no ve modificado ni un ápice su sabor. Por otra parte, los efectos perjudiciales tampoco obedecen a una temporalidad inmediata que permita concretar el efecto causal. Las consecuencias de la acumulación en nuestro organismo de sustancias tóxicas pueden manifestarse dentro de veinte años o en la siguiente generación. Esto dificulta, como es lógico, la delimitación de las responsabilidades. ¿Quién es el responsable último del desarrollo de un cáncer? ¿Qué sustancia o conjunto de sustancias de las que vamos acumulando en nuestro oiganismo lo ha producido? Si ya hablábamos de la dificultad para fijar las responsabilidades en un accidente localizado y catastrófico como el de Chernóbil, cuánto más dificil sería en el caso de algo cuyo origen no se concreta espacialmente, y que, como ocurre con la contaminación química, afecta ya a todos los ecosistemas, no dependienido de un único agente, sino de miles de sustancias liberadas a la biosfera a lo largo de décadas. Todo ello nos lleva a una segunda idea que se desprende de lo invisible perceptivo: lo difuso y generalizado. Causas que se difuminan, efectos retardados en el tiempo y que se extienden por todo el planeta.

Otro importante aspecto de la esfera de lo invisible es la imposibilidad práctica de penetrar desde nuestro entendimiento común en los procesos que nos amenazan. Sería ésta una invisibilidad de tipo cultural. La gran complejidad de la ingeniería biotecnológica en lo que se refiere a los transgénicos, pero también lo sofisticado de los procesos de afectación biológica de disruptores endocrinos, dioxinas y demás tóxicos químicos, implican una dificultad añadida a la hora de comprender su interacción con la salud y los ecosistemas, y a la hora también de explicar a la gente sus efectos perjudiciales. Esta complejidad tecnocientífica se utiliza, es obvio, para aumentar la exclusión, como una eficaz barrera que sólo puede ser vencida con una creciente especialización por parte del ecologismo. Los demás, fuera de los especialistas, no están invitados a comprender, pero sí a padecer alteraciones en su salud. Sin embargo, se da una reticencia generalizada a la hora de aceptar que cuestiones básicas como la seguridad alimentaria, la calidad del aire o del agua se encuentran francamente amenazadas a causa, no ya de un accidente excepcional, sino del funcionamiento normal del sistema. Es difícil dar el paso hacia la desconfianza generalizada. Resulta más fácil acusar de alarmismo a informes que, por otra parte, ni siquiera provienen de fuentes ecologistas, sino de estudios científicos rigurosamente contrastados. La información contenida en libros como Nuestro futuro robado (2) o en artículos como el publicado en The Ecologist, sobre niños, pesticidas y cáncer (3) que estudia el aumento alarmante de cáncer infantil en todo el mundo, debería bastar para movilizar a la opinión pública. Pero estos datos, pese a su gravedad y la seriedad de las fuentes utilizadas, no traspasan los límites de un pequeño sector de público ya previamente sensibilizado. En general, los grandes medios de comunicación siguen sin hacerse eco de los riesgos más que demostrados de las formas de contaminación no catastróficas, no espectaculares.

La dificultad de identificación, el borrado de la autoría y la dispersión planetaria se acrisolan bajo el mismo principio de invisibilidad. Todo ello reforzado por una consolidada inercia que persiste en la aceptación generalizada de los actuales modelos de producción, insostenibles y totalitarios. Ni siquiera se nos permite ejercer el último derecho como consumidores: el poder rechazar lo que no queremos, el boicot por abstinencia masiva en el consumo de determinados productos. Para poder ejercer este derecho, tenemos que saber al menos dónde está lo que no queremos ingerir. La negativa a un etiquetado diferenciador de la soja transgénica y su mezcla consciente con soja no modificada, simboliza a la perfección esta voluntad de ampararse tras una invisibífidad totalitaria, que muestra su última arma: la desinformación. Una desinformación que encuentra un terreno perfectamente abonado en lo indiferenciado y, por tanto, indistingible.

Llegados a este punto, resulta evidente que tiene sentido enmarcar todo esto de lo que estamos hablandoen el contexto de los modelos de totalitarismo. Desde nuestra perspectiva, podemos comprobar que dichos modelos han sufrido una importante evolución a lo largo de este siglo. Se van abandonando paulatinamentelas formas dictatoriales basadas en una persona fisica con un gran poder real -el dictador de turno-, que permitían pensar que derribando al sujeto se suprimiría el mal en él encarnado; para pasar a formas que, como las que hemos mencionado, carecen de responsable último,de firma, de ubicación física

estable. Las multinacionales o las grandes estructuras financieras que marcan las directrices de la economía son entidades difusas, intercambiables, que pueden disolverse y reaparecer en otro país, bajo otro nombre o marca; son ubicuas y camaleónicas, no tienen nada que ver con la idea de lo tangible, que se puede localizar y destruir. Invisibilidad, por tanto, no sólo de los procesos contaminantes, sino también de los modelos estructurales que los propician.

Para combatir estas nuevas formas de totalitarismo se hace imprescindible modificar algunas cuestiones esenciales, comenzando por recuperar el control -el derecho a intervenir en los procesos- de los aspectos básicos que tienen que ver con la supervivencia: el agua, la alimentación, el aire y la energía. Urge también el aprendizaje de la sospecha ante la apariencia de bondad física, desconfianza necesaria ante el simple juicio de los sentidos. Pero dicho aprendizaje debe comenzar por la revisión de algunas ideas muy enraizadas en la población, como el espejismo de la independencia de la tecnociencia con respecto al mercado y la costumbrede relacionarla conuna idea positiva de prgreso; así como la peligrosa ilusión se seguridad y control que forma prate de la suprema fascinación por la tecnología. También se hace necesario difundir un pensamiento crítico ante este estado de cosas, utilizando para ello unos cauces que difícilmente serán los oficiales, pero que deben superar el limitado sector de población ya sensibilizado por el medioambiente. Se trata de lograr una toma de conciencia más generalizada, acorde con la gravedad de un problema que supera el enfoque estrictamente ambientalista para recalar en el campo de los derechos humanos, como asunto de indiscutible interés general. Pero, como decíamos, ello implica cambios radicales en las estrategias. En primer lugar, el ecologismo que combatía mediáticarnente lo evidente con las imágenes catastróficas de sus efectos, debe enfrentarse ahora con el reto de simbolizar lo invisible. Y de una lucha parcelada por sectores, se debe pasar sin demora a una necesaria sinergia entre todos los movimientos antitotalitarios y contra la globalización, integrando todas sus ricas y diversificadas expresiones.

Siendo realistas, va quedando claro que desde un enfoque clásico del ecologismo, esta lucha nunca se podría ganar. Los objetivos y las estrategias deben ser compartidas, porque nos une un poderoso enemigo común. Y la imagen espectacular que se debe ofrecer ante la ausencia de visibilidad de las agresiones ha de ser, precisamente, la propia movilización popular, la escenificación de la desconfianza, una resistencia organizada y global ante un totalitarismo de lo invisible.

Notas:

1. Ver al respecto: Albelda, J. y Saborit, J.: «El espectro de Chernóbil», El Viejo Topo, nº 132, Septiembre de 1999, pp. 23-26.

2. Colborn, T. et alt.: Nuestro futuro robado, Editorial Ecoespaña, 1997.

3. White, A: Niños, pesticidas y cáncer, The Ecologist en español, nº l, Mayo del 2000, pp.38-42.

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