CULTURA PARA LA ESPERANZA número 44. Verano 2001.

Globalizar la tolerancia: La otra emigración

Mundo Negro, Julio-Agosto 2001

Este escrito está firmado con seudónimo por las razones que aduce su autor. Es una reflexión que pone el dedo en la llaga de un fenómeno común en los países islámicos: no se permiten las mínimas manifestaciones religiosas de otras confesiones, lo que supone un claro atentado contra la libertad de religión, expresada como derecho fundamental de todas las personas en la Carta de la ONU.

Florencio Jiménez

Hasta este rinconcito africano nos llegan los ecos de la encendida polémica sobre la inmigración que en estos días ocupa los titulares de los medios de comunicación. Seguramente será también uno de los temas más debatidos entre los ciudadanos de a pie, sobre todo ahora que vemos reactivada la polémica sobre los "sin papeles" con sucesivas movilizaciones de magrebíes, subsaharianos y latinoamericanos.

Permítanme que dé una opinión desde una perspectiva algo diferente, no sólo por hacerlo desde un país árabe, sino también porque lo hago en calidad de extranjero e inmigrante en un país que no es el mío.

Quiero desde el principio dejar claro que soy de la opinión de que, como sociedad, tenemos que ser abiertos y acogedores y que los que vienen a nuestro suelo merecen ser respetados en su dignidad y tienen derecho a acceder a la sanidad pública, educación, servicios, etc. No seré yo quien rompa una lanza por cerrar fronteras y aislarnos egoístamente en nuestro confortable rincón europeo, disfrutando de nuestro bienestar sin preocuparnos por lo que pasa más allá de nuestro barrio y de nuestras fronteras.

Quisiera solamente pedir algo más de autoridad moral no sólo al Gobierno, sino también a los diferentes partidos políticos, especialmente a los más exigentes en cuestión de los derechos humanos de los inmigrantes. Creo que España debería exigir una cierta reciprocidad de derechos para los españoles que residen en los países islámicos.

Los inmigrantes que vienen a nosotros ciertamente tienen derecho a las mismas libertades que los nacionales. Pero, ¿qué pasa con los extranjeros -españoles, por ejemplo- que viven en los países de origen de esos inmigrantes? En muchos casos no gozan de los mismos derechos que aquí reclaman los inmigrantes. Una simple manifestación como la que hemos visto en los medios de comunicación sería más que suficiente para abrir un expediente de expulsión inmediata. Y, si nos fijamos en el aspecto religioso, ¿qué país islámico permitirla que un grupo de "infieles" (traducción literal de kuffar, los no-musulmanes) ocupara literalmente y por un periodo indefinido una mezquita -un recinto sacro en suma- para reclamar cualquier derecho, aunque fuera legítimo? Creo que ni en los países árabes más tolerantes se permitiría semejante afrenta al sentimiento religioso.

El mal ejemplo de Arabia Saudita

Los países de la Unión Europea no le hacen un buen juego a los derechos humanos, entendidos como principios que tienen que ser respetados en todos los países firmantes de la Carta de las Naciones Unidas. Después de las rimbombantes inauguraciones de las mezquitas de Madrid y Roma (financiadas por la monarquía saudita, la primera de mármol blanco junto a la M-30, la segunda a un tiro de piedra del Vaticano), ¿qué contrapartida pueden disfrutar los inmigrantes en aquellos países que han financiado tan soberbias construcciones?

Los cristianos que viven en Arabia Saudita -precisamente inmigrantes ellos también, la gran mayoría de los cuales son trabajadores filipinos, indios y de otras partes de Asia- no pueden reunirse para celebrar festividades religiosas ni orar. Si lo hacen, pueden ser encarcelados y expulsados del país, ya que toda expresión religiosa no-islámica está prohibida y penalizada en todo el territorio. Incluso la Embajada suiza no puede mostrar públicamente su bandera al contener una cruz, mientras en todo el resto del mundo ondean las enseñas sauditas con unas divisas bien inequívocas: una espada y un mensaje que dice: «No hay más Dios que Alá y Mahoma es su profeta».

Ante tales injusticias, ¿quién dirá en cualquier foro internacional "esta boca es mía"? ¿Habrá algún país lo suficientemente valiente como para tener las agallas diplomáticas de denunciar estas incongruencias y poner el dedo en esta llaga? No, a estos otros inmigrantes de chilaba y petrodólar, que recorren Europa y que neocolonizan especialmente nuestro sur peninsular con mansiones de película, campos de golf, áureas mezquitas, casinos y extravagantes yates, nadie les plantea problemas, ni se les exige la regularización de papeles (aunque sean afamados traficantes de armas), ya que vienen con sus seductores capitales, que son la acreditación que abre definitivamente todas las puertas y fronteras.

De tapadillo

Para corroborar lo que les digo permítanme que les ponga un pequeño ejemplo: no puedo firmar este artículo ni señalar dónde estoy, porque, si esta carta llegara al Gobierno de este país, tendría consecuencias fatales para mi trabajo y mi estancia aquí y, quién sabe, si incluso para mi integridad física. Por eso uso un seudónimo.

A pesar de todos los defectos que tenga mi país de origen o lo xenófobo que pueda ser o parecer a veces, me enorgullezco del hecho de que en él cualquier inmigrante pueda escribir a un periódico y denunciar agresiones, manifestar críticas y hasta repudiar el mismo sistema político. Yo no tengo esa suerte y me tengo que conformar con escribir estas líneas de tapadillo, como si estuviera cometiendo un crimen.

Quisiera algo de reciprocidad y coherencia diplomática, humana y política. Quisiera tomar parte no sólo en la globalización de la economía -la cual nos va a llegar tarde o temprano-, sino también en la globalización de la tolerancia, los derechos humanos y el respeto que merece todo ser humano.

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