CULTURA PARA LA ESPERANZA número 45. Otoño 2001.

JUSTICIA Y PAZ (II)

"En nuestros días, las relaciones internacionales han sufrido grandes cambios. Porque, por una parte el bien común de todos los pueblos plantea problemas de suma gravedad, difíciles y que exigen inmediata solución, sobre todo en lo referente a la seguridad y la paz del mundo entero; por otro, los gobernantes de los diferentes estados, como gozan de igual derecho, por más que multipliquen las reuniones y los esfuerzos para encontrar medios jurídicos más aptos, no lo logran en grado suficiente, no porque les falte voluntad y entusiasmo, sino porque su autoridad carece del poder necesario"

"En las circunstancias actuales de la sociedad, tanto la constitución y forma de los Estados como el poder que tiene la autoridad pública en todas las naciones del mundo, deben considerarse insuficientes para promover el bien común de los pueblos".

"Como hoy el bien común de todos los pueblos plantea problemas que afectan a todas las naciones, y como semejantes problemas solamente puede afrontarlos una autoridades pública cuyo poder, estructura y medios sean suficientemente amplios y cuyo radio de acción tenga un alcance mundial, resulta, en consecuencia, que, por imposición del mismo orden moral, es preciso constituir una autoridad pública general".

"Esta autoridad general, cuyo poder debe alcanzar vigencia en el mundo entero y poseer medios idóneos para conducir al bien común universal, ha de establecerse con el consentimiento de todas las naciones y no imponerse por la fuerza".

"Si las grandes potencias impusieran por la fuerza esta autoridad mundial, con razón sería de temer que sirviese al provecho de unas cuantas o estuviese del lado de una nación determinada".

"Además, así como en cada estado es preciso que las relaciones que median entre la autoridad pública y los ciudadanos, las familias y los grupos intermedios se regulen y gobiernen por el principio de la acción subsidiaria, es justo que las relaciones entre la autoridad pública mundial y las autoridades públicas de cada nación se regulen y rijan por el mismo principio. Esto significa que la misión propia de esta autoridad mundial es examinar y resolver los problemas relacionados con el bien común universal en el orden económico, social, político o cultural, ya que estos problemas, por su extrema gravedad, amplitud extraordinaria y urgencia inmediata, presentan dificultades superiores a las que pueden resolver satisfactoriamente los gobernantes de cada nación".

"Es decir, no corresponde a esta autoridad mundial limitar la esfera de acción o invadir la competencia propia de la autoridad pública de cada estado. Por el contrario, la autoridad mundial debe procurar que en todo el mundo se cree un ambiente dentro del cual no sólo los poderes públicos de cada nación, sino también los individuos y los grupos intermedios, puedan con mayor seguridad realizar sus funciones, cumplir sus deberes y defender sus derechos".

(Juan XXIII, Pacem in terris, nº 130-145. Edición BAC, Madrid)

 

Al final del editorial del número anterior de esta revista insistíamos en el talante ético de cuantos se esfuercen por construir la paz. Hoy –amparados en la larga cita precedente- abordamos un problema de estructura jurídico-política de la sociedad humana tomada en todo su conjunto.

Creemos que se impone la necesidad de que exista una autoridad mundial, si, de verdad, hoy y dadas las circunstancias políticas, económicas, militares y culturales existentes, queremos que la paz se establezca en el mundo.

Partimos de un hecho incontrovertible, por todos reconocido: la interrelación e interdependencia de todas las naciones con todas la naciones, de toda sociedad, grupo o etnia con toda otra sociedad, grupo o etnia. Hoy ni a la etnia más oculta, "aislada" e independiente de la Amazonía, por ejemplo, deja de afectarle, en su vida y en su supervivencia, el desenfreno especulativo de las empresas madereras o petroleras con todo el entramado jurídico, económico y cultural que se esconde detrás de ellas.

Los medios de comunicación e información casi hacen posible que ya nada haya oculto que no llegue a saberse; mientras que, paradójicamente, el común de los mortales sólo sabe lo que quieren los dueños y conductores de los medios de comunicación, y como ellos quieren que lo sepamos.

En la actual guerra –así la llaman ellos-, en que los acontecimientos del 11 de Septiembre nos están introduciendo, ya se nos dice que la manipulación de las noticias y la mentira no serán las armas de menor calibre.

Para nadie es desconocido que la llamada globalización económica existente, asentada en la cultura del individualismo y la competitividad, desborda la capacidad de control que sobre ella pueden tener la mayoría de los estados, por no decir todos.

Los paraísos fiscales, la especulación en las finanzas, el poder de las empresas transnacionales, las mafias de la droga, el armamento o la prostitución, moviéndose a sus anchas por el mundo e inyectando dinero negro a una economía ya transida de injusticia, son problemas mundiales, no de una solo nación o de un solo grupo de naciones.

Por lo demás, concomitante y consecuente con la globalización económica avanza en el mundo la pobreza y la escandalosa desigualdad entre grupos y países, así como la degradación de la naturaleza, hasta el punto de evidenciar que la primera es la causa y razón de tales desigualdades y degradación.

Políticamente, devaluada, por no decir anulada, la ONU y sus organismos por el veto de los grandes en el Consejo de Seguridad y las presiones de los mismos países poderosos, el mundo sufre la dictadura del Grupo de los 7 (de los 8, con Rusia) que deciden la marcha del mismo según sus intereses y los de sus grupos de presión; no, por supuesto, de acuerdo con las necesidades y deseos de los débiles y los pobres.

Militarmente, nos aseguran los expertos y nos confirman los protagonistas que sólo hay una superpotencia con poder coactivo suficiente para imponer sus designios; aun a riesgo de malgastar en armamento más de lo necesario para erradicar del mundo la pobreza, y a riesgo de capacitarse a sí misma –y a otros por reacción- para poder destruir la vida misma sobre la tierra (entiéndanse armas nucleares, químicas y biológicas).

La vieja lucha de clases ha dejado paso al enfrentamiento entre ricos y pobres, entre privilegiados y excluídos, saltando las barreras de estados, naciones y continentes hasta hacerse universal.

Se impone por todo ello un nuevo orden jurídico-político unido, y, consecuentemente, también económico y de seguridad (del cultural hablamos en el anterior editorial); se impone, decimos, un nuevo orden jurídico-político mundial que responda a los efectos perversos, la mayoría de ellos estructurales, de la globalización tal como se ha configurado hasta ahora: al servicio y con el protagonismo de los poderosos, amparados por la actual superpotencia y sus aliados, bien sean naciones bien élites político-económicas de los pueblos sometidos.

Sólo un orden mundial puede acabar con un desorden y una lucha mundial.

Ordenamiento jurídico-político mundial cuya finalidad sea la real posibilidad para todas las personas del ejercicio de todos los derechos humanos tal cual están, por ejemplo, recogidos en la Declaración Universal de Derechos Humanos de la ONU; con especial atención a los económicos y sociales y a la debida jerarquización entre ellos. Vale más el derecho a la vida de un africano que el derecho de propiedad de un magnate del petróleo sobre sus pozos.

Ello llevaría consigo, entre otras cosas, una distribución a escala mundial de los recursos económicos y financieros; es decir, la puesta a punto de una justicia distributiva, como técnicamente sea posible y deseable, entre pueblos y naciones, para que haya igualdad. Si, por ejemplo, se ve normal que los ricos paguen más impuestos dentro de una nación (otra cosa es la práctica y la proporcionalidad), ¿qué impide que este mismo principio se aplique a los estados y naciones para poner en pie de igualdad a los más empobrecidos?

Justicia distributiva que supone previa una justicia conmutativa; de forma que, entendida toda clase de propiedad de bienes productivos como comunitaria de los grupos, pueblos y naciones, sea punible la explotación de recursos en exclusivo provecho propio individual. La justicia se mueve –debe moverse- entre la necesidad y la suficiencia entendidas desde la equidad y siempre en referencia a los demás grupos humanos. Cuando un pueblo o nación vive por encima de lo que le es suficiente, a otro pueblo o nación le está sumergiendo bajo el peso de unas necesidades que no logra colmar.

No se niega el progreso, se afirma que, para que sea humano, debe cuidar el de toda la humanidad, no el de unos pocos.

 

Ahora bien, un orden jurídico-político que proteja y defienda a todas las personas ha de incluir una autoridad mundial que disponga además de los medios adecuados para su misión de mantener tal orden mundial.

Y no vale, por supuesto, argüir que tal misión la deben cumplir las naciones poderosas porque tienen medios para ello. Eso es una absurda petición de principio; pues se trata, exactamente, con la constitución de este nuevo orden, de librarse de las grandes injusticias de estas naciones poderosas y de sus grupos de presión.

Admitir tal postura y razonamiento es el camino más corto al imperialismo mundial que se nos quiere imponer.

Precisamente, la conciencia humana mundial, gracias de forma eminente a los críticos de la globalización y al amplio movimiento suscitado, ya casi ha llegado a un consenso universal de que el nuevo orden mundial no puede ser liderado por los poderosos ni cimentado en su ideología del beneficio individualista.

 

Tal vez a muchos –también entre los antiglobalizadores- les parecerá que se corre el riesgo de dirigismo, incluso de totalitarismo y falta de libertad, si se establece un gobierno mundial. Pero nosotros hemos hablado de autoridad mundial, y, atenidos al principio de subsidiariariedad, ponemos el gobierno en las instituciones cercanas a la persona; de modo que, en la mayor medida posible, la persona se autogobierne.

Por el principio de subsidiaridad, la autoridad mundial, como toda otra autoridad, tiene una doble finalidad: ayudar, no suplantar, a las personas e instituciones al servicio de la persona para el cumplimiento de sus fines, y suplir a las personas e instituciones cuando, por la natural tendencia humana o por otras circunstancias, se producen determinados desequilibrios que impiden a alguien cumplir con sus deberes y derechos.

De alguna manera la autoridad mundial tendría un carácter negativo: más bien impedir eficazmente abusos que dictar normas y preceptos.

Por otra parte, esta autoridad mundial debe ser creada, elegida y sostenida con el consentimiento y participación de todos los pueblos.

En esta revista ya proponíamos cómo la ONU podría ser esa autoridad mundial si todos sus órganos fuesen auténticamente democráticos; es decir, que cada pueblo, nación y continente tuviese en ella el peso que le corresponde en relación al número de sus ciudadanos. También en ella debiera valer la máxima de la democracia: un ciudadano, un voto. En ella una elaborada formulación de los derechos humanos vendría a ser como la constitución mundial a la que todos debieran atenerse. Sin embargo, por exigencia de la justicia distributiva, el mantenimiento económico de esa autoridad mundial estaría en proporción a la renta de cada estado.

Entre otros, tres cometidos esenciales tendría en sus comienzos esta autoridad mundial: el reparto equitativo de los recursos económicos, el desarme de los pueblos y naciones y la creación de un tribunal penal que juzgue las violaciones más graves de los derechos humanos o las cometidas con repercusión internacional.

Repetimos. Tal autoridad mundial no excluye sino que más bien debe fomentar las agrupaciones de pueblos, naciones y continentes, respetando sus características económicas, culturales, etc.; lo que, desde luego, evitaría múltiples despilfarros económicos y de recursos humanos.

 

Terminamos. Lo que moralmente es necesario, la libre voluntad humana debe luchar por conseguirlo. En la actual coyuntura el dilema es: o la vida desde la fraternidad en paz y justicia o la muerte a la que nuestra poderosa soberbia nos aboca en lucha de todos contra todos.

Con toda la impureza propia de lo humano, por el buen camino avanzan los grupos antiglobalizadores, los numerosos grupos y comunidades autogestionarias, los frecuentes foros y encuentros en que los ciudadanos con conciencia universal van expresando lo que quieren y poniendo las bases, con su acción y actitud, de otro mundo no salvaje sino humano.

Felices los que padecen persecución por la justicia. Felices los que trabajan por la paz porque ellos serán llamados los hijos de Dios, pues, en verdad, sólo el Dios de la paz no es un ídolo sanguinario.

Ahí queremos estar nosotros con todas la personas de buena voluntad.

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