CULTURA PARA LA ESPERANZA número 46. Invierno 2002.
LOS OBISPOS ESPAÑOLES EN LA TRANSICIÓN
Un testimonio desde la CEE
Conferencia del Arzobispo de Oviedo en la
Fundación Hidroeléctrica del Cantábrico
9 de octubre de 2001
El tema de la transición de España a la democracia está siendo actualidad con motivo de celebrarse los 25 años del comienzo del reinado de don Juan Carlos I. Han dado su interpretación de la transición los líderes políticos y quienes intervinieron en la redacción de la Constitución española, y se han escrito numerosos artículos y libros sobre aquel hecho extraordinario que todavía nos produce admiración a los que hemos tenido la suerte de vivirlo. La transición, se ha dicho, fue un verdadero milagro y el autor principal fue el pueblo español, que la hizo posible por su deseo de alcanzar la democracia.
Si en los años 60 los españoles esperábamos que el cambio se produjera pronto, ("Este régimen no puede sobrevivir a Franco", decían), lo cierto es que nadie podía imaginar que la transición se haría con paz y que todos los grupos políticos y sociales se iban a comportar con la moderación y el buen sentido necesarios para llevar a buen puerto una Constitución Democrática, aprobada mayoritariamente por el pueblo español.
En el análisis de los factores que intervinieron en el cambio se ha puesto de relieve el papel de la Iglesia y en concreto de los Obispos españoles, aunque haya sido interpretado desde lecturas muy dispares. La historia objetiva de aquellos hechos está todavía por hacer, y tal vez requiera una investigación más serena basada en pruebas documentales. En todo caso, será necesario que el paso del tiempo mitigue los sentimientos exacerbados y los prejuicios, que con frecuencia desfiguran la realidad.
En esta charla quisiera aportar un testimonio personal desde mi vivencia de aquellos años como Obispo en plena colaboración con la Conferencia Episcopal Española (CEE en adelante). Suele decirse que "los árboles impiden ver el bosque", pero también es verdad que la contemplación global del bosque, la simplificación de conjunto, muchas veces impide ver los árboles concretos, los hechos y las motivaciones reales de las personas que los llevaron a cabo.
El Barón de Grado me pidió que preparara esta conferencia como contribución al ciclo de conferencias organizado por Hidroeléctrica del Cantábrico, Asturianos en el Reinado de Don Juan Carlos I. La consideración de asturiano, aunque sea de adopción, me honra, y espero que mi humilde aportación pueda ser de alguna utilidad para los fines que se propuso el ciclo de conferencias organizado por Hidroeléctrica del Cantábrico.
No pretendo hacer de historiador sobre el papel de los obispos en un hecho tan complejo y tan importante de nuestra reciente historia. Quisiera simplemente aportar algunos apuntes de mis recuerdos personales. Tal vez mi aportación pueda ayudar a comprender mejor el sentido de nuestras actuaciones antes y después de la transición, situándolas en su auténtica dimensión dentro del fin apostólico de la Iglesia.
Primeras vivencias
Mis primeras vivencias de la preocupación de los obispos por el cambio socio-político de España se remontan ya a mis años de sacerdote en Toledo. El Cardenal Plá y Deniel comentaba un día con un grupo de sacerdotes: "Hasta ahora todos los cardenales toledanos han terminado mal con los gobiernos". Decía esto por las serias dificultades que tenía, por abogar moderadamente en favor del reconocimiento efectivo de algunos derechos humanos, como la libertad sindical, la libertad de prensa y sobre todo la libertad de la Iglesia para organizar los movimientos apostólicos de la AC especializada, como la JOC y la HOAC. Estas organizaciones utilizaban el método de la revisión de vida (ver, juzgar y actuar) y preparaban un semillero de cristianos comprometidos en apostolado con la construcción de una sociedad más justa en la que pudieran participar con libertad los ciudadanos.
El magisterio del Papa Pío XII con sus famosos "radiomensajes" sobre temas sociales había insistido frecuentemente en el deber de los cristianos de colaborar en la edificación de una sociedad justa, pacífica y participativa evitando que se manipulara como "masa" fácilmente manejable. Chocaban estas orientaciones apostólicas en España con quienes opinaban que, si se restablecían las libertades sociales volvería la nación a la situación fratricida del 1936. La Iglesia tenía libertad para hacer apostolado, como lo reconocía el Concordato (27 de agosto de 1953), pero los gobernantes del régimen establecido al término de la guerra civil sostenían que el apostolado se había de limitar a los actos de culto o a dar charlas exclusivamente religiosas, sin tocar los temas sociales. Cuando los militantes cristianos (o los Obispos) en el ejercicio del apostolado se referían a los derechos humanos sociales, las autoridades se quejaban de supuesta transgresión de competencia, y era frecuente utilizar la batería de los medios de comunicación social (radio, TV y periódicos) para desprestigiar a quienes juzgaban extraviados de su espiritual misión. Para mayor dificultad de unos y de otros, el gobierno se proclamaba la encarnación del más puro catolicismo. En aquellos años muchos católicos, sacerdotes y hasta obispos sintonizaban con estas ideas basándose en el Estado confesional, que el mismo Magisterio de la Iglesia avalaba como ideal para las relaciones entre la Iglesia y el Estado en una nación mayoritariamente católica como España. La lectura de algunos Editoriales de la revista ECCLESIA, supervisada por el Cardenal Primado, podría arrojar alguna luz para comprender la tirantez existente entre una porción importante de la Iglesia y el Estado en este tiempo, que yo viví como consiliario de los Hombres de AC y del Movimiento de Postgraduados.
El Concilio Vaticano II
El Concilio Vaticano II vino a iluminar las mentes de muchos españoles acerca de las correctas relaciones de la Iglesia y del Estado. Tuve la suerte de vivir aquel acontecimiento eclesial en su última sesión, como Obispo de Guadix-Baza. En Roma entré en contacto con todos los obispos españoles, y después del concilio, tomé parte en los trabajos de la CEE desde sus comienzos.
Apenas terminado el Concilio (el 8 de diciembre de 1965), los obispos españoles nos sentimos en el deber de reflexionar en las consecuencias de las enseñanzas conciliares para España. El primer documento que dirigimos al pueblo cristiano desde Roma lo firmamos el mismo día de la terminación del concilio. Fue un documento que alentaba a la renovación posconciliar: "Ha llegado el momento de la acción: el de asimilar la doctrina y el de llevar las decisiones a la práctica."
Dos puntos de las enseñanzas conciliares eran, a mi parecer, los de mayor repercusión para la situación española: la autonomía de la Iglesia y de la sociedad civil en sus mutuas relaciones, y el derecho a la libertad religiosa. Los obispos recibimos los documentos conciliares con sincera aceptación de obediencia y coherencia de fe. No obstante, era diferente la manera de enjuiciar la aplicación del Concilio a España: Algunos creían que las enseñanzas conciliares eran compatibles con la continuidad de un cierto estado confesional, tradicional en España. Un documento de la Permanente de la CEE en junio de 1966 lo puso en evidencia.
Por su parte, las enseñanzas del Vaticano II chocaban con algunas pretensiones del Estado, como por ejemplo controlar el apostolado en su incidencia social, la intervención en el nombramiento de obispos, el juicio sobre el reconocimiento práctico de los derechos humanos fundamentales y en general la autonomía de la Iglesia, manteniendo amigables relaciones con el Estado.
La CEE desde sus primeras reuniones dedicó amplio tiempo al diálogo entre los obispos para concretar el modo de aplicar las orientaciones conciliares en España. El gobierno, por su parte, calificado de "católico" creía encarnar las enseñanzas conciliares, adoptadas en España, según algunos decían, aún antes de que se celebrara el Vaticano II, y consideraba injuriosa cualquier consideración contraria proveniente de los obispos, llegando su irritación por esta causa a no reconocer la personalidad de la CEE. No obstante, enviaba a la CEE sus protestas como lo hizo ya en la primera Asamblea de la CEE, con un escrito de queja por las actuaciones de la AC. Esta queja de "politización", referidas a algunos sacerdotes y a determinados movimientos apostólicos, eran compartidas también por algunos Prelados.
Conflicto con la A.C.
La discusión sobre la Acción Católica en las asambleas plenarias siguientes tuvo gran viveza. El conflicto de la AC con los obispos se agudizó. Se hizo evidente la desconfianza de no pocos obispos en relación con la dinámica de los movimientos especializados, que partiendo de la observación de la realidad, se proponían juzgarla desde el Evangelio y orientar una acción cristiana sobre ella. Con frecuencia el juicio sobre la realidad conducía a denunciar la infracción de los derechos humanos. Molestaban estas declaraciones al gobierno y éste hacía recaer sobre los obispos la responsabilidad de las denuncias de los militantes.
El móvil del apostolado de los Movimientos, aceptado por Plá y Deniel, nunca fue la formación de partidos políticos larvados. Tampoco lo pretendían los militantes cristianos, aunque no se pueda descartar que alguno buscara el cobijo de la Iglesia para hacer y decir lo que no podía hacer libremente ni como ciudadano ni como miembro de organizaciones, que estaban prohibidas.
Los obispos y los militantes no acertamos a superar aquel conflicto. La presión social de aquellos ciudadanos que no deseaban ningún cambio en la sociedad española, se hacía sentir sobre unos y otros de mil maneras. Sin embargo y pese a todo, es justo reconocer que los movimientos apostólicos contribuyeron muy positivamente a la transformación de los criterios sociales cristianos en una parte importante del clero y del pueblo.
Renuncia a privilegios
De las primeras reuniones de la Plenaria nació también nuestra sincera disposición a renunciar a los privilegios que tenía la Iglesia desde siglos por concesión del poder temporal. Era una respuesta práctica a las sugerencias de Gaudium et Spes. Los obispos llegamos fácilmente ya en la II Asamblea Plenaria a un acuerdo por unanimidad. Con fecha 12 de agosto de 1966 el Card. Quiroga como Presidente de la CEE escribió al Santo Padre Pablo VI manifestándole nuestra disposición a renunciar a cualquier privilegio para ser fieles a las disposiciones del Concilio. El Santo Padre Pablo VI respondió al episcopado alabando su buena disposición a secundar las orientaciones conciliares. Aquí comenzaba sin duda la revisión del anterior Concordato.
Nuevo Concordato
Por parte de la Santa Sede se planteó pronto la necesidad de revisar el Concordato. Los obispos lo considerábamos necesario y el Gobierno por su parte deseaba introducir solamente algunos retoques al texto vigente, dejándolo prácticamente igual en sus principales artículos. La Santa Sede consultó a los obispos y la CEE respondió que era preferible formularlo de nuevo en Acuerdos parciales, reflejando en ellos el deseo de la Iglesia de tener libertad plena para ejercer su ministerio conforme a lo establecido en GS.
El Rey Juan Carlos I al comienzo de su reinado facilitó la firma de los Acuerdos de la Iglesia con el Estado Español, renunciando por su parte a la presentación de los Obispos; y la Santa Sede, por su parte, correspondió a este gesto renunciando al privilegio del fuero de los eclesiásticos. Quedaban atrás las obsoletas injerencias del Estado en el nombramiento de los obispos, la famosa cárcel concordataria de Zamora y otras cárceles en Conventos y Monasterios, donde tantos sacerdotes fueron a purgar sus "delitos" a veces simplemente por haberse hecho eco de los documentos del Papa o de la CEE.
Discurso del Papa a los Cardenales en 1969
La situación de la CEE al final de los años sesenta se movía en una sociedad cada vez más conflictiva por la fermentación social y por la reacción de los grupos extremistas de uno y de otro signo. Grupos de sacerdotes y de cristianos militantes eran duramente represaliados por manifestar juicios contrarios al ordenamiento legal y por reclamar derechos fundamentales, que el Concilio había defendido.
La intervención del Papa Pablo VI ante el Consistorio de Cardenales el 23 de junio de 1969 produjo honda conmoción en la CEE, que presidía entonces don Casimiro Morcillo, Arzobispo de Madrid. La comunicación del Cardenal Secretario de Estado, Monseñor Villot, para aclarar las palabras de Pablo VI a la CEE (trasmitida personalmente por el recién llegado nuncio en España, Luigi Dadaglio) en Majadahonda en julio de 1969, fue muy eficaz para orientar a la mayoría de los obispos, e hizo un gran servicio a la Iglesia en aquellos difíciles momentos. En este momento histórico señalaría yo el comienzo de un cambio profundo de los obispos españoles, consolidando nuestro consenso en el juicio práctico sobre la situación concreta de España en relación con las enseñanzas del Concilio.
Cuando tuvo lugar aquella Asamblea yo era aún obispo de Guadix-Baza. Mi nombramiento de arzobispo de Oviedo tendría lugar pocos días más tarde en aquel mismo año.
Asamblea sobre la pobreza
Las relaciones de los obispos dentro de la Conferencia, pese a discrepar a veces en asuntos importantes de carácter pastoral, fueron siempre fraternales. La composición de los obispos en la CEE evolucionaba a medida que iban siendo nombrados nuevos obispos. Los nuevos venían con otra mentalidad mucho mas abierta a la normalización social y política, simplemente por el hecho de pertenecer a una nueva generación.
Prueba de ello fue la Asamblea Plenaria sobre "La Iglesia y los pobres", celebrada en el mes de julio de 1970. De aquella reunión del episcopado con amplia participación de religiosos y de laicos comprometidos en Cáritas y en otras asociaciones caritativas, emanó un comunicado en el que se denunciaban entre otras formas más conocidas de pobreza, la pobreza social y cívica de los españoles.
La Asamblea Conjunta
En este clima social tenso hay que situar la Asamblea Conjunta de obispos y sacerdotes, celebrada en Madrid en septiembre de 1971. Esta Asamblea tuvo una larga y discutida preparación en el seno de la CEE, y enlazaba con el discurso del Papa al Consistorio en 1969. Enfermo de gravedad don Casimiro Morcillo, la presidió Don Vicente Enrique y Tarancón, Vicepresidente de la CEE y el Cardenal Quiroga Palacios, Presidente de la Comisión Episcopal del Clero.
En este encuentro, vivido con paz y diálogo por obispos y sacerdotes, se pusieron en evidencia las muchas tensiones de sectores de Iglesia, que discrepaban acerca de la evolución política y social de España. El episcopado fue presionado por grupos y por algunos medios de comunicación. A todo esto se añadió un documento de la Congregación del Clero, de muy dudoso valor auténtico, que criticaba los resultados de la Asamblea Conjunta.
La CEE declaró meses más tarde que aquella Asamblea había sido un "hecho positivo y dinámico de la vida de la Iglesia en España". La Asamblea Conjunta reflejaba con gran exactitud las múltiples corrientes que removían el suelo eclesial como consecuencia de la nueva orientación marcada por el Concilio. Aparte de las dificultades de la relación Iglesia y Sociedad, dentro de la misma Iglesia existían corrientes encontradas de quienes buscaban una mayor efectividad de la Iglesia acentuando las orientaciones que creían decisivas. Como dije en el Sínodo a los 20 años de terminado el Concilio: "La autocrítica, llevada al extremo, y ciertas actitudes particularistas debilitaron la comunión eclesial." Desde esta situación la defensa de las conclusiones de la Asamblea Conjunta, que hizo la CEE, era importante y daba testimonio del parecer de la mayoría de los obispos, cuando nos disponíamos a elegir por amplia mayoría al cardenal Vicente Enrique y Tarancón, como Presidente de la CEE. Esto ocurría en marzo de 1972.
El cardenal Enrique y Tarancón
¿Fue Tarancón el Prelado "líder", que arrastraba al Episcopado Español a su parecer, o era más bien él movido por la creciente mayoría de los obispos, favorables al cambio? Desde mi experiencia personal, sin negar la importancia de la elección del cardenal para presidente de la CEE en aquellos momentos decisivos, más me inclino a lo segundo. Don Vicente, dotado de gran inteligencia y ágil pluma, poseía un indudable don de gentes para afrontar los problemas más intrincados con habilidad; y supo llenar las expectativas que en él puso la mayoría de los obispos al elegirle Presidente en tres ocasiones sucesivas.
Durante los nueve años de la presidencia del cardenal Enrique Tarancón, los obispos publicamos importantes documentos sobre asuntos de actualidad para formar la conciencia de los cristianos. Suele darse por probado que estos documentos apenas influían en el pueblo por muchas razones que sería largo enumerar. Yo mismo me he referido a este hecho en el prólogo de la recopilación de Jesús Iribarren de 1984. Trabajábamos bajo enormes presiones de los cristianos, contradictorias con frecuencia. Para unos, los obispos apoyábamos el inmovilismo del régimen y no queríamos que evolucionara; para otros, estábamos malbaratando la herencia del catolicismo, recibida de nuestros mayores. Nuestros escritos casi nunca eran publicados en su integridad en los medios de comunicación. Las críticas sesgadas y desde lecturas parciales, casi siempre aparecían dominadas por prejuicios. Sin embargo, creo que un examen sereno de muestro magisterio y de nuestras actitudes de aquellos años arrojarían luz suficiente para entender que los obispos, desde nuestra misión de apostolado, contribuimos positivamente a facilitar la transición de España. La CEE nunca tuvo como móvil de sus decisiones la intencionalidad política, sino el bien común. Tal vez sea una característica del episcopado después del concilio el dejar el lenguaje de la defensa de los derechos de la Iglesia para sustituirlo por el derecho a predicar con independencia el Evangelio, y a defender la vida y la dignidad de toda persona en la sociedad.
Magisterio episcopal
Entre los escritos de la CEE cabría mencionar dos documentos importantes de 1972, uno sobre la Acción Católica, y otro acerca de la Iglesia y la comunidad política. En este último documento se plasmó con claridad la postura oficial de la Iglesia en sus relaciones con la sociedad y con el Estado, que serviría de base al cardenal Enrique y Tarancón años más tarde para su famosa homilía en el comienzo del reinado de don Juan Carlos I.
En el año 1973, con motivo del asesinato del Almirante Carrero Blanco, Vicepresidente del Gobierno, el cardenal Tarancón recibió insultos y amenazas de muerte en los funerales oficiales, como si el cardenal o la misma CEE hubieran tenido culpa de aquel asesinato terrorista de ETA. Se dio la circunstancia de que por aquellos mismos días un grupo de emigrantes, residentes en París, abucheaba al mismo cardenal como franquista. Los obispos capeábamos con calma y fortaleza aquel temporal, porque estábamos convencidos de haber escogido el camino evangélico, que la Iglesia y la sociedad requerían en aquellos momentos, aunque no siempre acertáramos plenamente en nuestra acción. Procurábamos formarnos un juicio operativo con la mayor unidad posible y siempre con el objetivo de renovar la Iglesia en el espíritu del concilio y adaptar su presencia a la sociedad nueva, que estaba surgiendo en España. Los temas tratados fueron frecuentes y varios: sobre espiritualidad, reconciliación, objeción de conciencia, pastoral vocacional, apostolado social, misiones, contra el aborto, contra la violencia, a favor de la tutela de los derechos humanos... que pueden verse en el libro anteriormente citado, Documentos de la CEE, recopilados por don Jesús Iribarren.
Las Semanas Sociales
Una de las acciones más comprometidas que realizó la Iglesia en aquellos años fueron sin duda las Semanas Sociales. Los temas elegidos y el desarrollo de las ponencias resultaban casi siempre conflictivos, aunque los asuntos trataran de difundir la doctrina social de la Iglesia. En alguna Semana Social, como la celebrada en León (1974), estuvimos rodeados de los famosos "grises" por orden del gobernador civil, como si fuéramos una organización subversiva. Algo parecido ocurrió en Valladolid (1968), en Murcia (1970) y en Santiago de Compostela, pesar de celebrarse la Semana ya en el año 1976. Los miembros de la Organización y los obispos que la respaldábamos, estábamos obligados a dar toda clase de explicaciones a las autoridades civiles, y recibíamos criticas y amenazas de grupos agresivos desde ideologías opuestas, que en la práctica gozaban de impunidad para atacarnos.
Justicia y Paz
Otro tanto cabe afirmar de las declaraciones emanadas de Justicia y Paz ante acontecimientos concretos, y en sus mensajes de comienzo del año. Este organismo fue creado por la Comisión Episcopal de Apostolado Social (CEASO), como órgano correspondiente al Pontificio del mismo nombre. Sus tomas de postura y sus escritos encontraban un amplio eco en los medios de comunicación social. Lo paradójico para nosotros (y esto no se supo entonces fuera de la CEE) era que los militantes que redactaban los comunicados difícilmente admitían correcciones u observaciones de los obispos, mientras que la responsabilidad pública de estos escritos recaía siempre sobre nosotros y sobre la CEE.
La etapa constituyente
En los meses siguientes al comienzo del reinado de Don Juan Carlos I, la CEE no dejó de publicar declaraciones y notas para favorecer la transición pacífica, que auspiciaba la primera declaración del Rey ante las cortes. El 19 de diciembre de 1975 la 23ª Asamblea Plenaria publicó una reflexión sobre La Iglesia en el momento actual, haciendo al mismo tiempo una solemne petición de libertad para todos los detenidos. Exhortábamos a los cristianos a vivir en profundidad la fe y a adoptar actitudes evangélicas de amor a la verdad, de sentido de justicia, de ejemplaridad moral, de voluntad participativa, de respeto al discrepante, de aceptación de las diferencias étnicas y culturales y sobre todo de empeñarse por la paz.
A lo largo de los años posteriores la CEE siguió publicando instrucciones en defensa del matrimonio, de la vida y de la libertad de enseñanza, dentro del respeto a la libertad religiosa. Enumerar los documentos y notas publicados entonces sería tedioso y pueden leerse en la recopilación del libro de la BAC tantas veces aludido. No obstante, no dejaré de referirme a un documento importante: Los valores morales y religiosos de la Constitución, de la 27ª Asamblea Plenaria (noviembre de 1977), que expresó nuestro apoyo a la Constitución, cuando aún no se había aprobado por el referéndum.
A pesar de que las nuevas leyes tuvieran graves inconvenientes desde el punto de vista de la doctrina católica, el cambio a un régimen de libertad era para la Iglesia muy importante. Lo que más necesita es la libertad para ser ella misma y actuar conforme a su propia misión. La evangelización creará siempre situaciones conflictivas al proyectarse sobre las realidades, y los evangelizadores nunca nos veremos libres de interpretaciones y de presiones de los grupos sociales de carácter partidista; pero en un régimen de libertad la evangelización tiene el camino expedito para cumplir sumisión.
¿Tuvimos los obispos tanto poder en la sociedad como para que se nos considere principales factores de la evolución española? La verdad puede colegirse de la historia objetiva de esta época. Nuestros documentos levantaban gran revuelo, pero no eran recibidos con serenidad. Nos juzgaban sin leernos o con lecturas parciales, basadas en las cabeceras de los periódicos o en simplificaciones parciales de unos y de otros. Sin embargo, junto a otros muchos factores de la sociedad ejercieron un influjo positivo y facilitaron el paso a la Constitución democrática.
La Constitución
La CEE colaboró en la medida de sus posibilidades en la formación de las conciencias en momentos decisivos de la transición como lo fue la aprobación de la Constitución. Pusimos de relieve los valores del proyecto de Ley, como ya he dicho, y recordamos a los españoles su deber de votar en conciencia. En el texto aprobado hubiéramos preferido un reconocimiento explícito de Dios, como fuente última donde se apoyan los valores humanos. La Iglesia católica es reconocida de manera especial y esto escandaliza a algunos, pero no debería escandalizar a nadie que comprenda que aunque el Estado no sea confesional, los ciudadanos podemos y debemos serlo, y la fe religiosa es una base importante para dar consistencia a la ética personal y social.
El fallido golpe del 23 de febrero de 1981
Para terminar mis notas testimoniales sobre la transición, me voy a referir, abusando un poco de la paciencia de ustedes, a mi personal vivencia de la noche del 23 de febrero del año 1981, al fallido golpe de algunos militares contra el Parlamento. Guardo un inolvidable recuerdo de aquella noche, porque la CEE estaba reunida en la casa de ejercicios de Chamartín para elegir nuevo presidente. Al hacer la primera votación de sondeo sobre posibles nombres (el cardenal Tarancón había cumplido su tercer trienio y no podía ser reelegido), algunos apoyaron la candidatura del Arzobispo de Oviedo para el cargo. Yo marché a casa de mi hermana a dormir, como era mi costumbre, con la natural preocupación. También me inquietaba el hecho mismo del asalto al Parlamento. Nos habían comunicado algunos obispos que llevaban transistor que un grupo de guardias civiles habían irrumpido en la sesión, pero sin saber exactamente lo ocurrido. A la hora del cierre de nuestra reunión no disponíamos aún de una información adecuada. Le pedimos al cardenal Tarancón que se informara a pesar de estar cesando en la responsabilidad de presidente. Y se levantó la sesión con la natural preocupación de todos.
Mi preocupación personal en aquellos momentos era que los asaltantes pudieran asesinar a alguno de los líderes políticos y desencadenar una reacción de consecuencias imprevisibles para la marcha normal de la democracia, recién instaurada. No es cierto que hubiera una deliberación episcopal para ver de qué lado se decantaba la situación y que por ello retrasáramos nuestra adhesión a las autoridades legítimas.
Al día siguiente, antes de elegir al nuevo presidente, la Plenaria hizo una declaración institucional al comienzo de su sesión matutina. El texto propuesto por el Presidente de la Comisión Episcopal de Medios de Comunicación fue aprobado por unanimidad y sin discusión. Cuando a continuación me eligieron presidente, me presenté a los periodistas manifestando sin ambages que los obispos rechazábamos unánimemente el recurso a las pistolas para forzar a los parlamentarios. Cuando estaba hablando a los periodistas, comenzaban a salir del Palacio de las Cortes las mujeres, pero aún nada sabíamos del desenlace definitivo de aquella intentona. Nuestra postura nunca fue dubitativa, ni mucho menos calculadora en la defensa de la democracia.
Viaje Apostólico del Papa a España
En 1982 tuvo lugar el primer viaje apostólico del Papa Juan Pablo II a España. Esta visita apostólica del Papa fue a mi juicio un hito importante para consolidar la transición española.
La CEE había proyectado el viaje para 1981, con motivo del comienzo del año dedicado al IV Centenario de la muerte de Santa Teresa de Jesús (octubre de 1581 al mismo mes de 1981). Pretendíamos evitar que coincidiera el Papa con las elecciones generales, previstas para 1982.
El atentado sufrido por el Papa, el 13 de mayo de 1981, en la plaza de San Pedro echó por tierra nuestros planes. Afortunadamente el viaje pudo realizarse un año más tarde, ya en noviembre, cuando las elecciones generales se habían celebrado y era conocido su resultado, que dio el triunfo al Partido Socialista. La venida del Papa en aquella una coyuntura fue providencial para evitar que lo que el Papa hiciera o dijera pudiera interpretarse en clave electoral. El gobierno y las fuerzas políticas, sin distinción de tendencias, colaboraron con aquella histórica visita, y el pueblo español respondió clamorosamente a Juan Pablo II en todos los actos y recorridos de su denso itinerario.
El Papa derrochó en su viaje abundante magisterio, contribuyendo a la pacificación de España, con lo que algunos llamaron la segunda transición. Mención especial, para el tema que nos ocupa, merece el discurso del Papa: Los valores de la concordia y de la convivencia, ante los Reyes de España, y Autoridades y representantes del Parlamento, pronunciado en el Palacio Real el 2 de noviembre de 1982.
La legislación sobre el divorcio, el aborto y la enseñanza
A lo largo de los últimos años, la CEE no ha cesado de ofrecer oportunas enseñanzas sobre asuntos de la mayor importancia, al hilo de la elaboración de leyes en las que se canalizaban las pautas legales vigentes sobre dichos temas. Hicimos recomendaciones a los católicos y a todos los españoles de buena voluntad que quisieron oírnos. Nos hemos ocupado de temas importantes para la Iglesia y para la sociedad, aunque el ambiente que ha rodeado nuestro magisterio se ha enrarecido considerablemente. Nuestros documentos han seguido siendo interpretados desde prejuicios, que creíamos haber sido superados ampliamente en un régimen democrático.
Cabe preguntarse: ¿Puede seguir el Magisterio enseñando libremente los contenidos de la fe y de la moral católicas en una sociedad democrática, sin ser tachada de ingerirse en los temas políticos? Temas como el aborto, el matrimonio, el respeto a la persona humana, a su vida y a su muerte etc. son juzgados desde ángulos de vista muy distintos, a veces contradictorios y con frecuencia presentados como un obstáculo para la convivencia pacífica de la sociedad. Los obispos estamos convencidos de que al expresar el parecer de la Iglesia cumplimos un deber con los católicos y con toda la sociedad.
En un régimen de democracia toda persona o grupo tiene derecho a dar su opinión y a este derecho corresponde el deber de los demás de respetar a los que no coinciden con sus opiniones. ¿Puede la Iglesia en virtud de su misión de apostolado, denunciar los fallos morales de los programas políticos o de las propagandas que enervan la opinión pública? Indudablemente, los Obispos tenemos el deber sagrado de exponer libremente la moral derivada del Evangelio y patrimonio de los cristianos, aunque el ambiente sea hostil por la masiva influencia que en el ejerce un pensamiento individualista y hedonista.
Especialmente los obispos debemos recordar la Doctrina Social de la Iglesia, que no constituye un sistema de pensamiento ideológico, ni un programa político, sino unos principios de orientación, coherentes con la fe cristiana, que contribuyen a construir una sociedad más humana, mas justa y más solidaria.
El proceso democrático continúa
La transición política en España se realizó con la admirable colaboración de la inmensa mayoría del pueblo, pero sería un error creer que este proceso ha alcanzado su perfección. La transformación democrática debe proseguirse y adentrarse en las conciencias de las nuevas generaciones, porque necesita ser cada día mejor asimilada y mejor comprendida. La sociedad necesita fundamentarse en principios éticos para que todas las personas e instituciones puedan colaborar en el bien común, que ante todo consiste en que todas las personas de hecho puedan gozar de sus derechos fundamentales y estar dispuestas a compartir con los demás solidariamente para lograr una convivencia más justa y respetuosa.
En esta labor la Iglesia católica y los católicos más conscientes y mejor formados, quieren colaborar como es su deber y su derecho. Los valores sociales que defiende la Doctrina Social de la Iglesia pueden ser asumidos fácilmente por toda persona sensible a la justicia social y al deber de cooperar con el bien común. Y por nuestra parte, los católicos podemos aprender mucho de los ciudadanos honestos, sea cual fuere su identificación política, cultural o religiosa.
Los obispos desde nuestra misión pastoral tenemos el deber de alzar la voz para defender los valores humanos y evangélicos como la paz, el diálogo, los derechos y deberes de toda persona, y, por supuesto, también el derecho de los ciudadanos católicos a ser respetados como tales. El estado español no es confesional, pero los ciudadanos lo podemos ser y el Estado debe respetar estos derechos de la persona que son anteriores al Estado e inalienables. Ningún principio auténticamente democrático puede cercenar a las personas en sus legítimas convicciones. La religión no es asunto tan solo de índole íntimo de la conciencia. Tampoco se circunscribe a los meros actos de culto. El apostolado social tiene su propia cancha y en un régimen de auténtica libertad debería comprenderse fácilmente. ¿O es que temen algunos todavía que la Iglesia aspire a dominar la sociedad con una especie de cristiandad revestida de democracia?
CONCLUSIÓN
Los obispos hemos contribuido a la transición democrática de España sin proponernos la consecución de ninguna fórmula política concreta. Hemos insistido en la formación de las conciencias en los principios evangélicos. Hemos renunciado a los privilegios tradicionales que nos otorgaba la historia de las relaciones Iglesia-Estado desde siglos. Hemos ejercido nuestro deber de magisterio en materias de fe y de costumbres y lo seguiremos haciendo, aunque el ambiente social nos fuera adverso.
El Evangelio y la Doctrina Social de la Iglesia siguen siendo normas para los cristianos, aunque a veces tengamos que vivir a contra corriente. La Iglesia no se apoya en la adhesión sociológica de los valores, que proclama, sino en la verdad del Evangelio, en la dignidad de la persona humana, de la familia y de la misma sociedad, en la que todos debemos contribuir para que sea más justa, más respetuosa y más participativa.
Oviedo a 10 de junio de 2001
+ GABINO DÍAZ MERCHÁN,
ARZOBISPO DE OVIEDO